Las patas de la araña (completo)

6

En este impreciso final de la tarde, cuando la noche es más en el cielo que en la superficie de las cosas, dos farolas se han encendido en el frente de la comisaria, e iluminan la vereda de baldosas grises, feas, algunas quebradas. Aunque una de las farolas titila ahora, se ha calentado el foco que lleva adentro, estará por quemarse. En la pared medianera, en uno de los costados abiertos de la casa, justo por encima de las bocas abiertas de unos macetones con forma de enormes vasijas de barro, apostados uno junto al otro, donde unos lazos de amor se asoman descoloridos, se alcanza a ver la silueta tapiada de la ventana que pertenece al cuarto cerrado y a oscuras que se utiliza como celda. Dentro de esa habitación hermética se encuentra el comisario, que ha ido hasta allí para asegurarse que no haya nada que Tito pueda utilizar para lastimarse cuando en un rato lo encierre y haga la llamada que debe hacer. En el otro cuarto, el despacho del oficial, hace al menos una hora que Tito duerme sentado en la silla, y el oficial, que está sentado en su escritorio, de vez en cuando levanta la mirada de los papeles que tiene enfrente y aprieta los labios por unos segundos, y se queda viéndolo. No le gusta tenerlo ahí, en su despacho, verlo a cada rato sacudir la cabeza como si algo desagradable lo perturbara dentro del sueño. Parece una criatura, piensa el oficial, que no tiene hijos todavía, y que cuando piensa en eso de tener hijos el miedo a que le salgan como es Tito le genera una cierta sensación desagradable de culpa. En cuanto termine de hacer de material los pisos de su casa, que se encuentra no muy lejos de esta comisaria, del otro lado del puente de madera que permite atravesar el arroyo, donde las casas no son casas sino más bien ranchitos con techos de paja que desaparecen por los caminos serpenteantes en cuanto cae la noche, comenzará a acercarse a esa mujer de pelo negro, lacio hasta la cintura, con la que vive, para tocarla de un modo distinto; hablarán sin palabras acerca de tener un hijo, con lentas miradas complacientes, sin elegancia, sinceras, entre los quehaceres de la casa y los descansos de los turnos en la comisaria, habrá silencios dulces y apacibles, con la mesa todavía sin levantar, la cama entibiada, revuelta, llena con el olor de la pieza y de esos cuerpos sudorosos, con sus movimientos sensibles, violentos, desnudos. Y el hijo vendrá pronto, sin dudas, para llevar consigo los ojos negros, algo rasgados, felices y naturales, de la madre.    

Una sensación de asco se instala dentro de las tripas del oficial, que sabe de las intenciones del comisario. Lo conoce muy bien, ha aprendido a soportar sus órdenes, la forma que tiene de presentar justicia. Es la primera vez que ese hombre, apenas unos años mayor que él, tiene la tarea de investigar un homicidio cometido en el pueblo, y aunque nadie los haya instruido nunca para eso, ni les haya explicado qué pruebas se deben recolectar o qué preguntas habría que hacer, el oficial sospecha que serán los mismos habitantes del pueblo quienes señalen al sospechoso que han arrestado, y Tito se transformará en culpable, como si fuese un acto mecánico donde no se necesitan pruebas ni interrogatorios, y terminará siendo lapidado por sus propios vecinos en cuanto lo saquen a la calle. No importa del todo si se es o no es el autor del crimen, una vez que todos esos ojos en el pueblo se vuelvan un solo ojo, y todas esas manos cargadas de piedras se vuelvan una sola mano, ya no habrá forma de escapar. Pero en este caso, el comisario no está seguro que los pobladores estén dispuesto a dilapidar sus piedras sobre el cuerpo de Tito, esa criatura debilitada de mente y alma. El tiempo para resolver este crimen se acaba, en cuanto el comisario traslade la novedad del crimen a su superior en la Capital comenzarán a pedirle respuestas. Es él quien debe terminar con este asunto. Lo sabe. Y algo ya tiene pensado hacer. Será esta noche.

 

La puerta se abre, es la mano del comisario que la empuja para entrar al despacho del oficial. Al ver que Tito duerme, dice si llaman no estoy, salí a la ruta, y el oficial lo mira en silencio sin molestarse en responder. Unos segundos después, el oficial se levanta de su silla y se acerca para despertar a Tito, pero el comisario le hace un gesto para que lo deje dormir y salga del despacho. Cuando el oficial se acerca a la puerta para irse, la voz infantil, apagada de Tito lo detiene. ¿Dónde está mamá? pregunta entre sueños. Parece que no se ha despertado aún porque tiene los ojos cerrados, pero de algún modo ya está en aquel cuarto con esos dos hombres, que ahora lo miran con algo de angustia y algo de ansiedad, sin ternura. Tito no abre los ojos, pero se incorpora en la silla, no recuerda a su madre de la forma en que la podrían recordar los demás niños, nadie sabe bien, pero es probable que no la haya conocido nunca; al separarse de ella era todavía un infante, incapaz de guardar un recuerdo concreto, sólo esa figura borrosa, como una mancha cálida y jubilosa, más allá de la mirada, que lo alza en el aire y lo sostiene entre sus manos de algodón. Sin embargo, Tito comprende sin palabras razonables que existe un ser antes que él, el interior de una mujer donde ha sido creado, sabiendo incluso que se ha crido solo y en la calle, en las escaleras de aquel hospital, y la encuentra, siempre joven y distinta, a esa mujer repetidas veces en un mismo día, cada vez que entra en la carnicería y se detiene frente al mostrador. A su forma, primitivamente, Tito les sonríe, a todas esas mujeres que resultan una sola, antiquísima, aunque a veces eso las espante, y queden fuera de aquella complicidad que él tampoco alcanza a entender del todo.




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