Las patas de la araña (completo)

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Ahora Tito ya está mayor, aunque nadie sepa con certeza cuántos años tiene; debe andar los por los quince o por los diecisiete, calcula el oficial. Tito tampoco lo sabe. Lo cierto es que hace un tiempo ya que dejó de dormir en la calle, aunque al principio nadie lo notó; algunos habitantes del pueblo pensaron que se había ido para la ruta, con la intención de subirse a uno de esos camiones que se llevaban la soja y el trigo y el girasol del campo como si fuesen barcos fantasmas en un puerto de tierra seca. No puede decirse bien qué sucede en esa porción periférica de territorio alejado del caserío, donde la gente va y simplemente desaparece entre nubes de polvo que alzan los camiones a su paso; al cabo de unos años vuelven, algunos, si es que regresan, y ya no esas mismas personas que se han ido. Años más tarde, cuando ya casi nadie hablaba de ellos, aparecían vestidos con otras ropas, esta vez traían otros modos de caminar, otras palabras en la boca, y de pronto se detenían en las cercas de madera y alegremente, con la sensación de haberse arrancado ya una piel que los había envuelto y asfixiado durante toda su vida, golpeaban las manos para hacerse anunciar, sí alegremente, como si no encontraran todo más viejo, y más podrido, sabiendo incluso que esa piel nacería de nuevo, tarde o temprano, si se quedaban allí demasiado tiempo, desde lo más profundo de sus raíces, para envolverlos otra vez,  y ya no dejarlos ir jamás. Como no veían a Tito por la calle, esos mismos habitantes que se preguntaban sin preocupación alguna dónde estaría ese chico que no era de nadie, llegaron a la muda conclusión de que Tito debía haber muerto en las heladas que habían caído por esos días, y que alguien había levantado el cuerpo y lo había llevado campo adentro para enterrarlo en alguna parte. Hasta que una mañana lo vieron detrás de los vidrios de la carnicería, haciendo morisquetas en el negocio del señor Pancho. El hombre le había permitido quedarse en el sótano, a cambio de que baldé la vereda y limpie algunos días los vidrios del local, le había dado un canasto para que guardara sus cosas, un catre para que no durmiera al ras del suelo, y por las noches le apagaba las luces y lo dejaba a oscuras.

Algunos momentos después, no siempre, se abría y se cerraba una puerta, desde allá arriba una araña enorme comenzaba a bajar por las escaleras, se le acercaba al catre donde Tito fingía estar dormido, y con sus largas patas negras le corría despacito las sábanas.

 

El comisario espera de espaldas a que el oficial se retire del despacho, pero el oficial se ha detenido en un gesto indeterminado frente a la puerta, tiene la mano en alto a punto de tomar el canto de la hoja y abrirla, demorando el movimiento todo lo posible. No quiere irse de ahí, y dejar a Tito a solas con ese hombre. Pero le han dado la orden de que se fuera, y ahora el comisario gira un poco para verlo y con la mirada ensombrecida le reprocha que todavía no se haya ido de una buena vez. Algo lo incomoda al oficial, sabe que está por suceder esto que el comisario ya tiene decidido hacer, y él no sabe con exactitud cómo van a acusar a Tito por el crimen de la señorita Lorena, ni qué pruebas van a plantarle para inculparlo, ni mucho menos como piensa matarlo al final de la noche. Porque el comisario va a matar a Tito, pero no lo va a hacer él solo. Y es a esto a lo que más le teme el oficial, a que esos gritos se queden dentro de esta comisaria, entre las paredes de esta casa que sigue siendo apenas un rancho viejo y venido abajo, a que sus gritos sean los de un animal herido, cómo los de un niño cuando le están pegando fuerte. Y que se sigan oyendo, días más tarde, los gritos de Tito, por más que el oficial se aleje, cruce el puentecito, los seguirá oyendo del otro lado del arroyo, atravesarán en el aire las ramas caídas de los sauces llorones, tras el monte tupido, donde el oficial tiene su casita y vive con su mujer, y algún día criará a su hijo.

 

Sucede que antes de que el oficial se retire de aquel despacho, y deje al comisario a solas con Tito, el comisario cambia de idea, y cuando el oficial se dispone a abrir la puerta para salir de ahí el comisario dice Esperá…, y al cabo de unos segundos, como si eso que se le acabara de ocurrir terminara por convencerlo, agrega: Llévalo a mi oficina mejor. Dale café. Y haciendo más duro su tono de voz agrega. Debe estar muerto de hambre.

El oficial da media vuelta, el comisario pasa junto a él, aprovecha la puerta entornada y sale. Tito lo mira salir, sin decir nada, luego mira al oficial que a su vez apoya las manos sobre su escritorio y respira con fuerza por la nariz, con ese gesto automático que ha adquirido no sabe cuándo cada vez que tiene ganas de mandar a su superior a la mierda. Es un impulso que ya lo ha asaltado muchas veces desde que fue asignado tres años atrás a este puesto de comisaria, aunque ya sabe cómo reprimirlo, de modo que ninguna mueca le deforme el rostro y lo delata. Haber, dame las manos, dice el oficial, y Tito se retuerce un poco en la silla para que el oficial lo libere de las esposas. Le molesta que Tito se comporte así, tan dócil, que todo transcurra como si fuese un trámite, tiene ganas de darle un cachetazo para que se enoje, y que proteste, que haga ruido y tire patadas al aire. Pero Tito lo mira y casi que le sonríe, ahora que tiene las manos sueltas no se atreve todavía a levantarse de la silla; el oficial retrocede, quiere ver qué hace, si se anima a dar un salto y rajar por la ventana que ha dejado abierta tal vez a propósito. Tito se queda quieto, le hace pensar en las vacas cuando después de estar atadas todo el día a un palenque se las deja libres y ahí se quedan. Es manso como una vaca, piensa el oficial, tiene también esa misma mirada estúpida. El comisario espera sentado en su escritorio, si el oficial va a permitirle escapar tiene que ser ahora. Ya es de noche, en cuanto salte a la calle y se meta en el bosque no podrán encontrarlo, al menos hasta la mañana siguiente. Sentado en la silla, Tito gira y mira como si descubriera la ventana; más allá de la ventana, los ojos de Tito se quedan en ese cielo ennegrecido.




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