Las patas de la araña (completo)

13

Tito estira la mano y toma la empanada que le ofrecen. Le da un primer bocado, nota que está fría, tiene un sabor extraño y no le importa. Come, pero ya no quiere estar más ahí, en esta habitación iluminada, frente al oficial y al comisario que lo observan comer. Tampoco quisiera estar acurrucado en su catre del sótano de la carnicería, bajo las sábanas roídas que la gente le dona por no tirarlas a la basura, tendido de costado, en el ritual de todas sus noches. Sucede que a veces, allá abajo, en el sótano de la carnicería, antes de que todo quede a oscuras, Tito pone su mirada en esa mancha en la pared cerca del techo, donde a veces le parece ver una boca y una nariz, donde a veces le parece ver también unos ojos que lo miran. A Tito le gusta pensar que aquellas manchas forman un rostro suave, esa nariz y esa boca, y esos ojos, el rostro que no conoce en realidad, su madre que lo mira a través del aire desde aquella mancha en la pared. De pronto la luz que surge desde el foco que cuelga en el techo se va, el mundo se apaga, alguien lo apaga desde allá arriba, su madre desaparece en la pared, las paredes todas desaparecen, y se escucha el crujir de la puerta que conecta la trastienda de la carnicería con las escaleras hacia el sótano donde vive. Por un momento, desde las alturas, se proyecta un triángulo brillante que se despliega por sobre los escalones, pero luego la puerta vuelve a cerrarse. Con el segundo bocado de empanada, Tito siente que el cuerpo se le hace más blando, no tiene sueño como antes, aunque se nota más débil y cansado. La enorme araña comienza a bajar por las escaleras, sus largas y finísimas patas negras, llenas de diminutos pelitos aserruchados, se articulan y van pisando sin que se la sienta venir; es liviana la araña que se acerca, sigilosa, hasta que se detiene junto a Tito. Al cabo de unos segundos, la araña se dobla, se le mete en el catre, con una de sus patas le corre las sábanas, con la otra le baja el pantalón. Es blando el abdomen de la araña, su cuerpo huele a eso que huele la carnicería, se aprieta en el pequeño espacio contra el cuerpo de Tito, que finge estar dormido, cuánto menos resistencia ponga más rápido la araña se agita, se frota, se retuerce, hasta que exhala finalmente como si muriera en ese instante. Luego se baja del catre, y regresa en silencio a su cueva por la oscuridad de donde vino.

Tito termina la empanada, siente la panza llena, ha dejado de tener hambre, aunque no haya comido mucho, y ahora tiene sed, pero no se atreve a decir nada. El oficial lo pone de pie, el comisario piensa y sale a buscar ese trozo de sábana que le van a enroscar en el cuello. Están por llevarlo al cuarto que usan de calabozo.

Y así, como si un hilo invisible los cociera a través de la noche, todos ellos, los habitantes de Colonia Vela, esperan sin saberlo y mientras duermen que algo suceda. Aunque no significará lo mismo para cada uno de ellos, sino hasta la mañana siguiente, cuando el rostro desfigurado de la señorita Lorena sea multiplicado en palabras a lo largo y a lo ancho de este pequeño pueblo; unida a tan terrible noticia vendrá también esta otra, impregnada bajo una turbia capa de declaraciones oficiales, que el autor de los mordiscos ha sido detenido, y que durante la noche se suicidó en su celda. Entonces algunos recordarán haber escuchado durante la noche el ruido fuerte y seco que hace un portón de hierro cuando se suelta y se estrella a causa del viento; para otros, aquel estruendo habrá sido parte del sueño que tejen en sus cabezas, y que habrán incorporado con naturalidad a la historia inconexa de garabatos y luces con la que se cuecen ciertas pesadillas; pero la explosión habrá sido clara, nacida desde un punto conocido del pueblo, habrá hecho exaltar unos ladridos y agitado súbitamente las alas dormidas entre las ramas de los árboles, hasta alcanzar el laberinto hecho de piel y cartílago de sus oídos atentos, los del jefe inspector, todavía en la penumbra del living de la madre de la señorita Lorena, siendo sin dudas el sonido amenazante de un arma de fuego. Y ninguno habrá atinado siquiera a levantarse de sus camas, sabiendo que es mejor así, no averiguar, no salir a ver qué sucede, mañana se sabrá. O se sabrá con el tiempo. O no se sabrá nunca. El jefe inspector se preguntará con preocupación por qué el disparo. Y a partir de esta noche, aunque no lo sé en realidad, se volverá para siempre más espeso el aire que respiran todos, seguirán oyendo ruidos extraños al momento de intentar conciliar el sueño, cuando todo se haga silencio se formará en el aire la escena que les falta, con finales inciertos; es que no verán más a Tito echado a la sombra en el piso de la carnicería, o buscando con su boca abierta las gotas que emergen de una canilla mal cerrada; no estará más allí, ni en ningún otro lugar; o quizá sí; y quede un reflejo sordo de él, como una sombra, impregnado en todos esos lados donde alguna vez estuvo.

Entonces acontece, en un tiempo preciso y en un determinado lugar, donde las personas se permiten, por así decirlo, dejarse llevar por los acontecimientos, el evento puntual en el cual ya no existe posibilidad alguna de retorno, donde ahora se presenta la tragedia que suele muchas veces disfrazarse de accidente. El oficial ha levantado a Tito de la silla, el comisario lo toma del hombro y lo dirige hacia el pasillo. Salen los tres, ahí está la puerta entreabierta de aquel cuarto en penumbras que utilizan de calabozo.

-Metelo adentro, ordena el comisario, en su mano lleva el trozo de sábana con el que van a ahorcarlo.

El oficial entra junto Tito a ese cuarto oscuro, donde apenas logra verse el contorno difuso de los cuerpos; entran los dos, el comisario se queda afuera, vigilando; teme que el oficial se arrepienta, que Tito salga corriendo, tener que ir a buscar el arma que ha dejado en el cajón del escritorio para obligarlos a los dos. Ahora que atraviesan el umbral de la puerta, tanto Tito como el oficial parecen ser uno la copia del otro, miden más o menos lo mismo, son igual de flacos, y se mueven de un modo parecido. Como un par de marionetas abandonadas se han parado alrededor de una silla que encuentran casi de sorpresa, el comisario la ha dejado allí a propósito; ambos llevan la cabeza gacha, como vencida, la mirada resignada; si no fuese por el uniforme cómo única diferencia, el comisario podría enroscar ese pedazo de sábana que trae en la mano en el cuello de cualquiera de los dos. El oficial gira, de pronto le parece escuchar el bufido del caballo que protegía del frio el hombre que vivía con su madre. Ahí está, ese caballo fiero, detrás suyo, en alguna parte de esa oscuridad, están sus ojos al menos, revelados ahora en la negrura de un rincón del cuarto. Es esta la noche lejana en la que ese hombre que vivía con su madre lo castiga y lo encierra ahí adentro, el oficial siendo un niño con ese caballo enloquecido, hasta la mañana siguiente, sabiendo que si se quedaba dormido el animal podría patearlo y pisarlo y dejarlo muerto. ¿Qué había hecho el oficial para que aquel hombre lo castigara? El niño no se acuerda, había jugado con las llaves de la camioneta del patrón, las había perdido, no había tenido tiempo de correr hacia el arroyo donde se quedaba algunas noches.




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