Las plantas de Alberto (2023)

1. La tarde de verano en la que desafié a Alberto

Todo edificio tiene un cuento o una leyenda que pasa de boca en boca. Si tiene suerte, puede aparecer en antologías de leyendas urbanas. Pero, a diferencia de otras, la historia que se cuenta en el edificio Herrera no trata de fantasmas o seres malignos, es mucho más simple: en el apartamento 405 hay plantas que, incluso marchitas, permanecen en el balcón a la espera del regreso de su dueño, Alberto Cifuentes, por lo que nadie ha vuelto a habitar ese sitio desde su muerte, hace más de cinco años.

Aunque desconozco la razón real por la que no la han alquilado nuevamente, sé que el origen de los rumores se remonta a mis días de adolescencia, pues fui yo quien, una tarde de verano, desafió al anciano para que cuidase una pequeña planta.

Recuerdo que Alberto era un vecino muy popular en el edificio, pero no por la razón que se podría esperar de una persona: siempre cascarrabias, el resto de inquilinos evitaban encontrarse con él en los pasillos o en el ascensor.

Mi madre era la excepción, por supuesto. Aquella mujer es la personificación de la frase «hacer el bien sin mirar a quién».

Esa tarde, la acompañaba a hacer las compras cuando coincidimos con él en el recibidor.

—¡Alberto, vecino! ¿Cómo anda? —saludó con esa amabilidad que la caracteriza.

—¿Y a usted qué le importa?

Ella sonrió.

—Dígame, Alberto, usted que está tan solo, ¿ya pensó lo que le comenté sobre tener una plantita en el balcón?

—¿Y qué quiere también, doña Carmen? ¿Que me compre un perrito? —Siguió su camino hacia el ascensor.

Así como es un pan de Dios, mamá es una gran amante de las plantas. Aunque no me sorprendió que ella intentase convencerlo de cuidar una, la respuesta grosera del anciano fue innecesaria y no podía dejar que la tratase de esa manera:

—No insistas, mamá. Aunque le des la planta más fácil para cuidar, seguro se le muere al segundo día —comenté con tono burlón.

Él se detuvo y se giró hacia nosotras. La expresión de furia en su rostro evidenciaba que mi comentario había surtido efecto.

—¿Y qué le hace pensar a usted que yo no soy capaz de cuidar unas hojitas aburridas, eh? ¡Que sea viejo no significa que sea inútil! —Antes de marcharse, le dijo a mi madre—: Usted déjeme las semillitas en recepción y escríbame qué necesito saber sobre la plantita, ¡hoy mismo le demuestro a su hija que me va a durar más que sus novios!

Mientras yo me retorcía por aquel golpe en el orgullo, ella se encontraba tan emocionada como una niña pequeña, ¡por fin tendría la oportunidad de transmitirle a alguien sus conocimientos de jardinería!

Sin embargo, yo no sabía las consecuencias que traería consigo la idea de que Alberto tuviese compañía.




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