Las plantas de Alberto (2023)

2. Carmen, la planta de albahaca

Tres semanas después de lo sucedido —o tal vez cuatro, no recuerdo con exactitud—, Alberto parecía haberse transformado en una versión opuesta. Los vecinos murmuraban comentarios irrepetibles al respecto, ya que desconfiaban del cambio radical.

—¡Señorita, señorita! —me llamó a los gritos desde el balcón. Nuestro apartamento se encontraba debajo del suyo, por lo que él asomaba la cabeza para conversar de balcón a balcón.

—¡Es hora de la siesta, don Alberto! ¿Qué necesita?

—¡Perdón! ¿Ya vio cómo está creciendo mi plantita de albahaca? —comentó orgulloso. Luego agregó—: ¿Y a usted cómo le va con el novio nuevo, eh?

Mi orgullo estaba destrozado, pero en aquel momento no sabía que era por una buena causa. Continué la charla para ocultar la ofensa:

—¡Apenas tuve dos novios, che! ¿Qué es eso de crearme mala reputación? ¡Y el que vino ayer es mi mejor amigo!

—¡Eso dicen todas! —bromeó.

Mi versión adolescente todavía no se acostumbraba a la cercanía que tenía ahora con él, así que su sorpresa ante cada comentario era evidente.

Después de esa interacción, me acomodé en la silla y seguí leyendo un libro sobre chicas mágicas, que me tuvo obsesionada durante muchos años. Sin embargo, mi inmersión entre sus páginas no fue suficiente para ignorar aquello que sucedía en el apartamento de arriba: la voz de Alberto mencionaba a una tal Carmen, pero no podía ser mi madre, claro, porque ella trabajaba en el supermercado a esa hora. Supuse que hablaba por teléfono con algún familiar, hasta que llamó mi atención la frase «tus hojas verdes harán de mi comida un plato delicioso» y la curiosidad actuó por mí.

—Alberto, ¿con quién habla?

Su rostro avejentado se asomó por la barandilla del balcón.

—¿A quién cree usted que le estoy hablando? A Carmen, mi plantita de albahaca.

Estallé en carcajadas. ¿A quién se le ocurriría ponerle nombres a las plantas? Creí que Alberto ya se estaba volviendo loco.

—¿De qué se ríe usted? ¿Le parece gracioso que se llame Carmen? Mire que lo elegí por su madre.

—¿Ella te recomendó ponerle un nombre?

—¡No, señorita! Me dijo que les hace bien hablarles, ¿a usted no le parece raro charlar con las plantas y no saber cómo referirte a ellas?

Más extraño me parecía elegir el nombre de la vecina que se la regaló, pero no me atreví a decirlo en voz alta. Además, pensaba que era ridículo tratarlas como si fuesen seres humanos, a pesar de que mamá siempre me decía que las palabras bonitas las ayudaban a crecer fuertes y lindas. Tal vez la prueba viviente de ello era que las plantas en mi habitación no duraban más de una semana, aunque ella las cuidaba con el mismo amor que a las demás.

—Supongo que sí, Alberto. Las de mi cuarto siempre se mueren a la semana.

—Manténgase alejada de Carmen, entonces. ¡No quiero que se me marchite por su culpa! —Ambos reímos como dos viejos amigos.

La primera planta de Alberto me enseñó que, después de todo, él no era tan malo y gruñón como aparentaba, solo hacía falta ablandarlo un poco para conocerlo mejor.




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