Meses después, el balcón del viejo Alberto comenzó a entintarse de tonos verdosos, aunque no le llegaba ni a los tobillos del nuestro. Cada vez que adoptaba una nueva planta, consideraba importante tocar la puerta del apartamento y presentárnosla, así como también nos explicaba el origen del nombre escogido.
Al mediodía, casi como un ritual, se oía cantar Se dice de mí a Tita, la planta de salvia azul, para que esta pudiese crecer más fuerte y diese más flores en su debido momento.
En una tarde cálida, mientras el sol se escondía entre los edificios aledaños, Alberto llamó a nuestro apartamento. Me sorprendió la manera inquieta en la que esperaba para entrar, por lo que le permití el paso. Él, amable, me entregó una pequeña bolsa con hojas de menta.
—Huelen riquísimas, don Alberto, se nota que está cuidando bien a Mabel —comenté—. Voy a usar algunas para hacerme un té, ¿quiere uno?
—No, señorita, muchas gracias. Estoy bien así…
Luego de su respuesta, el silencio reinó por unos cuantos minutos. Algo le sucedía, eso era claro. ¿Qué podía ser? Mi mente adolescente pensó que alguna de sus plantas se había marchitado, tal vez Carmen, ya que era la más antigua de las cinco.
—¿Doña Carmen no se encuentra en casa? —Retomó la conversación—. Creí haberla escuchado decir que tendría libre el día de hoy.
—Y lo tenía, sí, pero en el supermercado andan cortos de gente y la llamaron para ver si podía hacer horas extras. —Encendí la hornalla y coloqué sobre ella la caldera con agua—. ¿Quería hablar con ella por las plantitas? —pregunté con más preocupación de la que quise expresar.
—Sí, pero no por lo que usted cree, no se preocupe. —Su sonrisa fue suficiente para tranquilizarme—. Le cuento: me llegó una invitación esta mañana de mi ahijada, que es hija de un amigo, porque se va a casar con un muchacho de la zona donde viven, allá en el campo, y me dijeron que podía quedarme dos semanas en el terreno que tienen y volvería para acá al día siguiente del casamiento. Ya me preparé el bolso y todo, pero ando preocupado de que mis plantas se marchiten, ¿sabe? Más que nada Marta, que es la más nueva. Y vine a pedirle a doña Carmen si me las podía cuidar hasta que yo vuelva del campo.
Marta era una petunia blanca, la única planta de la que Alberto se rehusó a explicar, el día que nos las presentó, el origen del nombre. Se había malhumorado como en los viejos tiempos, para luego disculparse y pedirnos no mencionar el asunto de nuevo. Era extraño que le tuviese un cariño especial, pero aún faltaban semanas para descubrir el enigma alrededor de la flor.
—No tiene de qué preocuparse, estoy segura que mi mamá va a aceptar encantada, sabe cómo es ella con el tema…
—Mientras no me las ahogue de emoción, me quedo mucho más tranquilo. —Soltó una carcajada.
El pitido de la caldera comenzó a aturdir mis oídos, por lo que apagué la hornalla y agregué las hojas de Mabel en la taza. Mientras la charla continuaba, ahora más amena, vacié el agua caliente y revolví el contenido con una cuchara.
Cuando mamá regresó del trabajo, preferí preguntarle sobre su día. No fue hasta la medianoche que le anuncié el viaje de Alberto y su pedido. Aún recuerdo el notorio cansancio en su rostro yéndose por un instante, fascinada con la idea de cuidar a Marta, Tita, Mabel, Carmen y Rosina —esta última siendo una planta de orégano—.
Lo que no sabíamos era que los planes iban a dar un giro inesperado en nuestra contra. O, mejor dicho, en mi contra.