Aunque la estructura era similar al nuestro, el apartamento de Alberto se veía diferente. Tal vez se debía a los muebles, que eran los justos y necesarios, o los pocos cuadros que adornaban las paredes de la sala y el comedor.
Sobre la mesa, una libreta de apuntes se hallaba disponible para nosotras, en la que el anciano había escrito aclaraciones sobre el cuidado de las plantas y dónde encontrar las herramientas. Como no podía ser de otra forma, mamá memorizó en pocas horas qué hacer con cada una de ellas (cuándo hablarles y sobre qué temas, a quiénes cantarles, quiénes prefieren libros de poesía…). Una nota final nos recordaba que su vieja radio solamente alcanzaba frecuencias AM.
Los primeros días fue ella quien se encargó de las plantitas, sin olvidarse, por supuesto, de cuidar las suyas. Yo, en cambio, me encargaba de los quehaceres de los apartamentos. (Y aunque esto no aporte a la historia, quiero mencionar que así descubrí mi odio hacia la limpieza del inodoro, por lo que mi esposo es quien se encarga de ello).
Sin embargo, los planes tomaron un giro inesperado cuando a mamá le pidieron hacer horas extras, ya que el personal experimentado seguía descendiendo y necesitaban orientar a los nuevos empleados. Por este motivo, yo tendría que ser la encargada de cuidar las integrantes de ambos balcones.
El trabajo era simple, así que no había manera de acabar envuelta en algún lío. Eso, al menos, era lo que creía.
Aquel día, mi mejor amigo decidió pasar a visitarme. Como prometí cumplir con la responsabilidad que me depositaron, tuve que invitarlo a entrar en la casa del vecino. Incluso, le pedí que me apoyara en las tareas, aunque él no parecía muy contento al respecto.
Fui a mi apartamento en busca de mi teléfono, por las dudas que mamá llamase. Al volver, encontré a Santiago revisando la habitación de mi vecino.
—¿Qué hacés ahí? ¿Vos querés que me maten? —Lo arrastré de la muñeca para sacarlo del lugar y cerré con fuerza la puerta. En consecuencia, el cristalero cercano tembló un poco.
—¡Perdón, perdón! Sabés que hay algo raro con este tipo, ¿no? Le pone nombres de mujeres a las plantas, pero justo no te dijo por qué a una le puso Marta. ¿No te parece sospechoso?
—Obvio que sí —respondí con cierta agresividad—, pero tampoco para andar revisando cosas ajenas. ¿Vos sos bobo o te parió una mula?
Se disculpó nuevamente de camino hacia el balcón. La acepté, aunque, a cambio, lo obligué a cantar Se dice de mí a Tita. Solo. Él no tuvo más remedio que seguirme la corriente.
—Antes de hacer este papelón, ¿te puedo decir algo que descubrí en su cuarto?
Sé que en ese momento debí negarme. Tendría que haberme negado a ser su cómplice en la invasión de la privacidad de un anciano. Si le hubiese dicho que no, tal vez, solo tal vez, el destino hubiese sido otro. Sin embargo, la curiosidad es una cualidad poderosa que te arrastra a situaciones equivocadas si no se controla. Y yo, adolescente y sedienta de respuestas, recibí información que más tarde ampliaría el mismísimo Alberto:
—Vi una foto en la mesita de luz. Tenía el vidrio astillado, como si en algún momento se hubiese caído y a nadie se le hubiese ocurrido cambiarla. La foto era de dos jóvenes casándose y por las fotos que me mostraste del viejo ese…, creo que tuvo una esposa.
Di un paso hacia atrás, sorprendida, y mi codo impactó contra algo que dejó de estar ahí un segundo después. Cuando miré hacia esa dirección, aprendí a rezar en todos los idiomas existentes: Marta estaba en caída libre hacia el pavimento.