Al día siguiente, desperté más temprano de lo usual. Apenas amanecía en la ciudad, por lo que salí al balcón a observar qué sucedía un par de pisos abajo. En la calle circulaban pocas personas, vestidas, mayormente, con uniformes de trabajo. Algún joven sorteaba los obstáculos en su rutina de ejercicio.
Mi mente era un torbellino de pensamientos, ya que apenas podía asimilar los sucesos del día anterior. Además, cuando Alberto se encontraba más tranquilo, mencionó que ayer se cumplía la fecha de aniversario que mostraba el epitafio. ¿Era casualidad? Nunca pude convencerme de ello, ni siquiera ahora, pasados tantos años de ese día.
—¿Dormiste algo? —Mamá me entregó una taza de café—. No te veía despierta a esta hora desde hace tiempo, creo que la última vez fue cuando viajamos con tu padre.
—Dormí, pero no mucho. No me puedo sacar de la cabeza todo lo que pasó ayer. —Solté un insulto al quemarme con un sorbo de la bebida, y, luego de soplar bien y tomar, continué—: ¿No te parece raro lo que pasó? No sé si fue casualidad, destino, o qué sé yo, alguna cosa medio espiritual, pero me intriga un poco saber por qué.
—No lo sé, cariño. Hay misterios que jamás serán resueltos y está bien que así sea, ¿sabes? —Acarició mi espalda de forma cariñosa—. Por ejemplo, no sé dónde está tu padre ahora, pero lo siento cerca todo el tiempo: cuando llueve, cuando estamos juntas, cuando los primeros fríos se acercan… En todos lados, todo el tiempo. Y no sé por qué será, pero tampoco importa saberlo. Lo importante, María, es que no estamos solas. Y Alberto tampoco.
En silencio, mirando el despertar del paisaje citadino, di por terminada la conversación.
Más tarde, Alberto y yo nos aventuramos a comprar una nueva planta para su hogar. Tuvimos que viajar en ómnibus, ya que el vivero se encontraba en el otro extremo de la ciudad.
Cuando llegamos, su rostro quedó maravillado ante el portón de metal, que vestía varias enredaderas de plantas que desconocíamos totalmente. A los lados de la entrada, en forma de canteros, crecían diferentes tipos de flores coloridas. Entre ellas, reconocí plantaciones de pensamientos.
Alberto parecía un niño en plena Navidad, actitud que me provocaba muchísima ternura. Lamenté que mi madre hubiese tenido que trabajar aquel día, pero, por otra parte, lo agradecía; no tenía los ánimos suficientes para soportar a ambos queriéndose llevar cada planta del vivero.
—¿Al fin te picó el bichito de la botánica? —preguntó Andrés, un joven de mi edad que trabajaba a medio tiempo en el lugar. En aquella época, debo admitir, no me encontraba interesada en él. Pasaron varios años antes de que llamase mi atención y nuestra relación se convirtiera en algo más íntimo.
—Por suerte, no. Dicen que es contagioso —respondí con cierta burla—. Vinimos a buscar, eeeh… ¿Cómo era el nombre, Alberto? —Al voltear, mi vecino ya no se encontraba allí—. ¿Y ahora dónde se metió?
—¿Te referís al señor mayor que acaba de ir hacia el invernadero? —Esbozó una sonrisa pícara—. Espero no se trate de tu sugar daddy o algo así. —Le di un golpe suave en el brazo y me marché hacia la dirección indicada.
Volvimos a casa hacia el atardecer. Cuando nos acomodamos en el apartamento, él y yo comenzamos a debatir el nombre adecuado para la nueva integrante de la familia. Luego de varias idas y venidas, Alberto soltó un comentario inesperado:
—Esta violeta de los Alpes me recuerda mucho a usted: tan bella y delicada por fuera, pero tan fuerte y salvaje por dentro. ¿Qué le parece si la nombro María en su honor?
Mi rostro enrojeció de vergüenza. Sin embargo, acepté la idea y lo envolví en mis brazos. Tardó unos segundos en corresponder el gesto, tal vez porque no lo esperaba de mí.
A partir de ese día, comencé a visitarlo casi a diario. A veces, en busca de un consejo o de compañía; otras, para ayudarlo a cuidar sus plantas. Sin darme cuenta, ellas fueron la razón por la que pasé de detestar a mi vecino a tenerle un gran aprecio. El accidente de la petunia, haya sido casualidad o no, quedó como una anécdota interna.
Hoy, pasados muchos años de estos acontecimientos, imagino que Alberto se reunió con su Marta y compensaron los años perdidos allá donde estén.
—Amor, ya tenemos que irnos. —Andrés toma mi mano.
Coloco las petunias blancas sobre la tierra y me despido del anciano.
—Señora… —Una mujer se acerca a nosotros. Lleva en sus manos un ramo de las mismas flores—, perdone la molestia, ¿usted conoció a este hombre?
—Sí, él fue un buen amigo. ¿Por qué pregunta?
Apoya su mano sobre el epitafio de Marta y deposita las flores sobre su tierra.
—¿Me puede contar más sobre él?
Sonrío.
—Todo empezó una tarde de verano…