Bajaba los cuatro escalones, escalones formados por mitades de troncos viejos, rasgados por el tiempo y sujetos por cuerdas de lianas. Húmedos y resbaladizos, que guiaban hasta un arco formado por ramas de abedules. Estos marcaban la entrada a un pequeño puente improvisado por troncos rotos, envueltos en una masa verde de moho de no más de dos metros. Andaba con cuidado para no resbalar por el fango, formado por lodo y hiervas, mojadas por el agua caída durante la noche. Oía el crujir de la maleza por la huida de algún animalito, que se escondía, asustado por el ruido, de sus ya cansinos pasos, lentos y firmes, para no resbalar. Impresionado por el paisaje, espectacular y grandioso, se quedó quieto, observando cómo un aventurero, atónito ante aquella belleza de la naturaleza. Más adelante, se intuía el camino hecho de hojas secas y brillantes, por los reflejos creados por las luces que se colaban entre los árboles, como si marcasen las siluetas de las teclas de un piano del color del otoño. Hayedos y Carballos arropaban a un pequeño riachuelo de tono verdoso lila, que dejaban ver siluetas graciosas. Se miró las rodillas desnudas y los zapatos embarrados hasta el tobillo, pensó qué habría después de ese pequeño bosque, no iba muy limpio, ni arreglado para encontrarse con gente. Por un momento pensó en lavarse en el riachuelo, pero creyó que sería demasiado profundo para él, y pensó: ¿y si solo me lavo la cabeza?. Se acercó un poco más, y notó que los zapatos resbalaban, tampoco importaba mucho si estaba sucio, y desistió. Decidió continuar por el lado derecho del camino, era el más ancho, y más seguro, por la ausencia de piedras y troncos caídos. El izquierdo daba un poco más de miedo, no le gustaban las formas que tomaban los árboles del río, las luces entrecortadas que pasaban por el espeso follaje, hacían que parecieran monstruos de muchos brazos. La mochila empezaba a pesarle, mentalmente repasó lo que llevaba en ella cuando empezó el trayecto; una chocolatina, que ya se había comido, un lápiz, colores, una libreta y un bocadillo envuelto en un pañuelo blanco, al menos era así, antes de que se formase ese mapa en relieve de manchas de aceite, tras sacarlo varias veces, para luego volver a envolverlo tras indultarlo, no sin antes darle un "pellizquito". Dos grandes encinas rodeadas de plantas de lobo (hepático Novalis), marcaban el final del camino, indicando que se acababa la transformación de los monstruos por nubes con formas de peluches de algodón. Se detuvo de golpe, la misma duda de todo el camino; la libreta o el bocadillo. Tenía mucha hambre, pero no sabía lo que le quedaba para llegar, y la libreta era de pocas hojas, y lo quería dibujar todo. Era el momento de sacarla, y también el lápiz, el bocadillo podía esperar un poco más. No se esperaba que la libreta estuviera manchada de aceite, ¿qué hacer ahora?. Se sentó frustrado en la hierba y empezó a dibujar de memoria, grabando en su cabeza lo que estaba viendo. Era mejor tenerlo claro, antes de malgastar las pocas hojas que se habían salvado del aceite. Luego repasó de memoria los últimos dibujos, eso le animó y motivó. Pasó a la siguiente página sin manchas, levantó la vista, suspiró, y empezó a dibujar mentalmente.