Las postales de Nart

Capítulo 3 - Llega al Pueblo de Les

En Betlan, Nart se encargaba de repartir y recoger el correo; cartas, pequeños paquetes, postales y algún periódico. Con su mochila escolar recorría el camino desde Betlan hasta la aldea de Gleisa. Todos los días, a las ocho de la mañana, desde Vielha, llegaba una furgoneta que le entregaba el correo para repartir, y le recogían el que le habían entregado el día anterior, los apenas treinta vecinos del pueblo. Con solo doce años, era conocido por su asombrosa memoria. Recordaba cada casa y el nombre de cada vecino. Siempre atento y educado, saludaba a los que esperaban en las puertas de sus casas a que llegara sus tan ansiadas cartas y algunos de sus dibujos, cada semana, puntual como siempre.
Su padre era el que desempeñaba ese trabajo antes de la guerra civil, trabajo que se combinaba con la labor del campo. Después de la guerra civil, el servicio de correo quedó olvidado, debido los pocos vecinos establecidos en el pueblo. Años más tarde, el chico se ofreció a la tarea de entrega y recogida, casa por casa. Desde entonces, también era conocido como el chico de las postales.   
   Betlan fue ocupada por las tropas del general Yagüe en 1938. El viernes 10 de febrero de 1939, las tropas franquistas ocuparon La Jonquera y se declaró, oficialmente, el fin de la Guerra Civil. Durante ese año las instituciones del nuevo régimen empezaron a actuar y la represión fue la herramienta para conseguir el objetivo. El 18 de abril de 1938, el ejército franquista entra en Vielha, capital de la Val d’Aran, desde ese mismo día comienzan las represalias contra los hombres y mujeres araneses que habían crecido con la República. 
   Su padre fue un miembro de los maquis, uno de los simples campesinos que lo formaron. Una guerrilla que luchaba por acabar con el franquismo y que llegó a poner en marcha una invasión a través del Valle de Arán. Vivió entre la maleza, bosque y pueblos. Un grupo que no tenía apoyos, más allá del norte del territorio, y en el pirineo, contaban solamente con la ayuda de familiares y amigos. Factor clave para la supervivencia de los huidos y escondidos, también entre los nativos de los pueblos. A pesar de haber pasado casi veinte años del final de la guerra, seguía siendo un periodo puramente fascista de la dictadura franquista. Las víctimas del franquismo; viudas, huérfanos, ancianos, niños, manifestaban su solidaridad con los maquis, que luchaban contra la represión sistemática a todos los niveles del régimen.   
   
   Leonor tardó cuatro días en recuperarse, aunque no del todo. Entre paños calientes y reposo, y gracias a los vecinos, pudo quedarse en su casa, en su cama. No podía acudir a la Guardia Civil, desconfiaba de ellos, si supieran que era la mujer de un maqui, podría acabar como su marido, o peor. Quién, si no, podría haberse ensañado con ellos de esa manera. 
   — Tendrás que ir a casa de tu tío Alberto hasta que papá… vuelva - le consolaba la madre llorando.
   — ¿Qué le pasará a papá? —.
Solo sabía que se lo llevaron hacía cuatro días, lo sacaron de casa con un saco en la cabeza y se lo llevaron en un coche, y nada más.

                                                              ***                                                               

  Mientras daba bocados al pequeño trozo de pan, relleno de algo parecido a una longaniza, algo seca y aceitosa por el calor del medio día, imaginaba su dibujo en manos de su madre, sonriendo orgullosa de él.
   En el poco espacio en blanco, de la única hoja que se salvó del brillante dorado del aceite, Nart iba dibujando las imágenes de su cabeza: una pasarela hecha madera, con tablones como barandillas, salvando los obstáculos de las inmensas piedras pintadas con el verde moho, que aun siendo verano, en esa zona apenas entraba la luz por el espesor de los árboles y por la baja temperatura a esas alturas. 
   Seguía dibujando: la pasarela en diagonal de arriba abajo, enlazadas unas con otras por el manto de hojas depositadas por el resto de vegetación. Dos árboles; uno al principio de la pasarela y otro marcando el final de ella. Todo el espacio en blanco restante lo sombreaba con el color verde, haciendo zic zac para imitar el follaje del paisaje. Verde y azul los únicos colores que tenía, aparte del lápiz medio desgastado de color negro.
    Al fondo ya veía las puntas de las montañas vestidas de largos flecos verdes, grises, reposadas, expectantes, como si esperaran la llegada de Nart. Por fin llegaba a Les, un pueblo de apenas seiscientas personas. Casas típicas de la zona y otras más afrancesadas de infinitos colores. Su economía era básicamente agraria, forestal y ganadera. Solo había que pasar la primera filada de árboles a pie de la primera montaña, que de ellas se volvía a descubrir como una risa, el río Garona.
   Se alisó el jersey y se colocó bien los pantalones, los zapatos estaban demasiado sucios para arreglar nada. Aligeró el paso, dudoso si lo reconocerían sus tíos, después de tantos años sin verlo.
   Pasó el puente, una zona de subsuelo con aguas termales, desde allí ya veía la iglesia parroquial de estilo románico.   
   —Porticada Plaça del Mercat - podía leer en una pequeña placa cuadrada de cemento, al final del letrero, que ocupaba tres portalones entreabiertos de color granate. Bajo la porticada principal se escondían cuatro vigas de cemento, medio deshechas, dejando entrever sus esqueletos de alambres, por los impactos de la invasión Franquista. De ellas colgaba “Ultramarinos y Coloniales”. Era el letrero de la botiga de sus tíos, que hacía sombra a un pequeño buzón con letras CORREOS.  
   Desde fuera, la tienda parecía que estuviera metida en un atardecer, en un túnel de color ámbar cálido, por el esfuerzo de unos fluorescentes por alumbrar la inmensa cantidad de latas de conservas y sacos de legumbres. Dos bombillas colgaban de una de las vigas del techo de la porticada, que daban fe de que era la “botiga” de Alberto. Se quedó parado frente a la puerta, era el trayecto más largo de su vida, pensó. Tenía sueño y hambre, pero contento por la arribada. Avanzó despacio, abrió la pesada puerta, entró. Vio que no había nadie, ni fuera, ni dentro del mostrador y se acercó. En el centro oteaba con sigilo, a todo trapo, una balanza grande, cuatro latas de conservas, diarios e infinidad de conservas varias. Esperó, hasta que al instante salió su tía.
   — ¡Nart!, qué alegría verte. Por fin, ya estás  aquí -
   — Hola tía Agnés. Mamá me dijo que me quedara aquí un tiempo, con vosotros -
   — Sí, lo sabemos. A tu tío Alberto lo verás luego a la noche - 
   Tuvo que pasar varios minutos para que su cabeza volviera a pensar con claridad, y otros tantos para ordenar cómo explicarle a su tía todo lo que había sucedido en Betlan. Estaba muy enfadado y se desahogó con ella. Le explicó aquella escena tan extraña, de aquella mañana, de aquellos hombres sacando a su padre, como si fuera un trapo viejo, tirando lo al coche. Nunca lo olvidará.




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