BURDEOS – FRANCIA (28 DE JULIO DE 2012)
— Creo que nuestro hijo no despertará Esther, y yo ya debo ir a trabajar. Lo veré luego en “El Amanecer” porque apuesto que irá a lo de su abuelo.
— ¡Lo más probable! Siegfried no ha estado de buen ánimo estos días.
— Ni de buenos ánimos ni de buen humor, ni nada remotamente agradable. Siempre ha sido así, sin embargo se ha puesto peor luego de haber regresado de Goarhausen. ¿Esther, qué fue todo aquello? Me refiero a esa niña. Diría que me resultó realmente extraña, si mi hijo no fuera igual de extraño.
— Cosas de niñas, Peter —dijo Esther Willemberg intentando minimizar la situación—
— ¿Cosas de niñas?
— Así es…
— ¿Qué tiene que ver el hecho de que sea solo una niña? Ella dijo muchas cosas raras ¿Mamá Esther? ¿Papá Peter? ¿Cuándo sea señorita me casaré con su hijo? ¡Dios nos libre, Esther! Y no lo digo por la niña que a simple vista parecía un angelito precioso en verdad. Lo digo por su padre que es un verdadero demonio.
— No digas eso Peter, por favor. ¿Qué es eso? Por poco te ponías a hablar mal de aquel hombre delante de su hija.
— Es la verdad… Rudolf Neubauer es un demonio. Ahora sí me voy o se me hará tarde. Le dejas mi saludo a nuestro hijo.
— De acuerdo, cariño. ¡Nos vemos!
— ¡Nos vemos!
Aquella mañana Esther se había esmerado más de lo habitual para prepararle el desayuno a su hijo Jan Siegfried. Era el día de celebrar el cumpleaños número 19 de su muchacho y estaba dispuesta no solo a agasajarlo, sino también a levantarle un poco el ánimo con un regalo muy bonito que él lo guardaría como uno de sus mayores tesoros.
Feliz cumpleaños a ti
Feliz cumpleaños a ti
Feliz cumpleaños mi hermoso niño
Feliz cumpleaños a ti.
— ¡Buenos días, hijo! ¡Hora de levantarse para desayunar!
— Ufff, madre… déjame seguir durmiendo.
— ¿Te estás oyendo, Juan Sigfrido? ¿Un chico que tiene parcelas de viñedos que cuidar, quiere seguir durmiendo a estas horas?
— Mis parcelas están bien.
— Levántate… ¡Anda! —insistió jalándolo de un brazo—
— Madre, sabes que odio las fiestas de cumpleaños.
— Pues esta no es una fiesta de cumpleaños. Es apenas un pequeño agasajo de mi parte para ti por lo tanto no me hagas un desaire. ¡Mira! Te prepare tu pastel favorito… Ahora pide un deseo y apaga las velas.
— ¿Un deseo, madre? Sabes que lo que más deseo en mi vida, no lo tendré apagando 19 velas —dijo con una mirada empañada de lágrimas condenadas a caer con el infortunio de todas las tormentas del cielo—
— ¡Ay hijo! No hagas eso por favor que yo solo quería alegrarte un poco. Haré un último intento y confío en que esta vez no fallaré —aseguró su madre tomando entre sus manos el obsequio que había preparado para él— Ábrelo, cariño. ¡Anda!
Únicamente por consentir a su madre, tomó aquel obsequio y le despojó del envoltorio.
— ¿Y esto, madre?
— Ni siquiera preguntaré si te gusta porque esa sonrisa es todo lo que yo deseaba ver.
— ¿Tú la tomaste? ¿Nos tomaste una fotografía?
— Lo hice mientras conversaban en el café de la terraza de aquel hotel. Es que se veían tan hermosos, tan tiernos. Ese afecto tan sublime, tan puro e inocente me conmovió mucho en verdad y se me ocurrió tomarles una fotografía. No sé si hice lo correc…
El chico en esos instantes irrumpió a su madre y una avalancha de besos y abrazos invadieron repentinamente a Esther.
— Tú en verdad eres la mejor madre que puede existir en este mundo. ¡Hiciste lo correcto! Tú siempre haces lo correcto, madre y por eso te amo tanto. ¡Te amo mucho!
Esther Willemberg intentaba siempre no comportarse tan sentimental delante de Jan Siegfried pues a él no le gustaba ese tipo de complementos, sin embargo no pudo evitarlo en aquella ocasión. Las palabras de su hijo y las repentinas muestras de afectos la invadieron de lágrimas llenas de emoción que ninguna madre lograría contener.
La más preciosa postal de dos criaturas maravillosas quedó grabada para siempre. La fotografía de un ángel de alas tan negras como la noche, rodeando entre sus brazos a un pequeño ángel de alas tan blancas como las nubes. Dos seres celestiales. Azkeel, condenado a pagar los pecados de otra vida e intentar redimirse ante el jefe y protector de las almas. Ohazia, el ser de luz preferido de los tronos. Sonriente, feliz y sin el mínimo vestigio de malicia.
— La pondré aquí para que sea lo primero que vea al despertar —dijo colocando el retrato sobre la mesita de luz pegada a la cabecera de su cama—
— ¡Me parece bien! Ahora por favor mi niño, apaga las velas de tu pastel y pide un deseo. Yo estoy segura de que algún día se te cumplirá y serás muy feliz, hijo.
Nuevamente por consentir a su madre y por haberle dado ella el mejor de los regalos, Jan Siegfried sopló las velas de su pastel y pidió un deseo. Uno muy lejano, sin dudas de caminos pantanosos y oscuros que debía recorrer sin escapatoria para poder hacerlo realidad.