Las Promesas Que Te Hice

UN REGALO DEL CIELO

CENTRE HOSPITALIER DE LIBOURNE
— ¿Peter, cómo está nuestro hijo?
La señora Esther llegó al hospital, caída de la aflicción, ni bien su esposo la llamó para contarle sobre la nueva crisis de Jan Siegfried.
— Aún no lo sé, Esther. Lo están atendiendo —contestó abrazando a su esposa—
— ¡Dios mío! ¿Por qué tanto sufrimiento para mi pobre hijo? ¿Por qué sigues ensañándote con él? —exclamó sus cuestionamientos, elevándolos al cielo cuál si fuesen plegarias—
Luego de esperas desesperadas, finalmente el médico que lo había asistido, se acercó con noticias, a los padres del chico.
— Ya pudimos controlar la fiebre alta que tenía. En estos momentos está siendo curado de sus heridas —explicó el doctor Duván Vesseur— ¿Saben ustedes desde qué momento comenzó a sentirse mal, Siegfried?
Sin aparente respuesta, la señora Esther observó a su esposo esperando a qué él supiera contestar.
— No sabríamos decirle eso, doctor.
— ¿Cómo que no, Peter? Siegfried estuvo contigo ayer y hoy. ¿No pudiste notar acaso que nuestro hijo estaba sintiéndose mal?
— Pues ayer no noté nada extraño en él, y hoy llegó a la empresa cuando yo me encontraba en una reunión, Esther. Ni bien llegó, me dijo la secretaria que él se encerró en la oficina de contaduría. —comentó— Yo estuve muy ocupado y lo vi recién esta tarde, un poco antes de que volviéramos a casa. De todos modos tuvo que haber sido durante el transcurso del día de hoy porque esta mañana lo hemos visto bien durante el desayuno.
— Entiendo —dijo el doctor— Les pregunto esto porque las ampollas en el cuerpo se ven bastante afectadas, y considero que quizás pudieron haber aparecido desde hace más de 24 horas.
— Imposible, doctor porque yo lo hubiese notado —acotó la señora Esther—
— De acuerdo… mi intención tampoco es alarmarlos con esto. Sabemos que ha pasado en incontables ocasiones y Siegfried logró reponerse bastante bien. En estos momentos se encuentra sedado por lo que pasará aquí la noche.
Con el permiso de los señores Willemberg, en cuanto el doctor Vesseur les dio noticias algo tranquilizadoras sobre el chico, se alejó para continuar con su turno con otros pacientes. En esos instantes la señora Esther no pudo evitar reprochar al señor Willemberg por lo sucedido con Jan Siegfried.
— ¿Cómo es posible, Peter que no hayas notado que nuestro hijo ya se sentía mal?
— ¿Qué pregunta es esa, Esther? No paso con Siegfried todo el día, y oíste mi explicación ante el doctor. ¿Piensas que si lo hubiese notado, no habría intervenido a tiempo?
La señora Esther quedó sin palabras y volvió a echarse en llanto mientras era contenido nuevamente por su esposo.
— Siegfried estará bien, mi amor. Es un chico muy fuerte y nos lo ha demostrado en incontables ocasiones.
Peter Willemberg tenía razón. Siegfried era un chico muy fuerte que siempre lograba reponerse de todas sus recaídas, y aquella vez no sería la excepción.
Ciertamente las heridas que le brotaban de la nada en diversas áreas de su cuerpo, en ocasiones eran serias y muy dolorosas, sin embargo el chico nunca demostraba sufrimiento al respecto. Según sus propias palabras, el dolor y el peso de su corazón, el tormento de los recuerdos que lo condenaban, y la ausencia de su ángel le resultaban mil veces más terribles que aquellas ampollas que ardían en su piel.
Un delicioso aroma a florecillas de campo. Un tibio beso que provenía con la brisa de algún lugar lejano. Una piel suave como la seda, se colaron en sus sueños, y sintió el alivio no solo de su alma sino de todo su cuerpo.
— Estarás bien, mi bello príncipe. Te lo prometo.
— Estoy bien desde el instante que escucho tu voz, mi hermoso ángel.
— ¿Me extrañas todos los días?
— Cada segundo de mi vida, y lo sabes.
Ohazia acarició su cabello, sus mejillas y con un beso en una de ellas, se despidió, dejando en el joven las secuelas de una sonrisa que brotaba desde el más profundo de sus sueños.
— ¿Doctor, cómo amaneció mi hijo? —preguntó la señora Esther—
— Amaneció mucho mejor, señora Willemberg
— Sin embargo se ve usted angustiado —Prosiguió el señor Peter— ¿Seguro que todo está bien?
— Angustiado no es la palabra, señores Willemberg. Más bien no dejo de sentir extrañeza por el caso de Jan Siegfried. Si bien antes los nuevos resultados dermatológicos proporcionados junto con el propio comité de médicos diagnosticando al joven con Epidermólisis Bullosa, el modo en que se le presentan los síntomas son bastante inusuales en comparación a otros pacientes que conviven diariamente con las heridas en la piel.

— Pero usted mismo dijo que de todos los tipos mi hijo posee el menos grave de todo.

— Y así es, pero no me explico la fiebre alta y las manchas en la piel que le brotan de la nada. Llevo muchos años especializándome en dicha enfermedad y habitualmente las ampollas van formándose lentamente hasta generar sangrados si no se toman los bebidos cuidados.
— Bueno, doctor. ¿Y si a final de cuentas mi hijo sí padece de cáncer? —preguntó Peter Willemberg—

— Ningún tipo de cáncer de piel actúa de ese modo.
— Siegfried parecía haberse curado hasta hace poco que volvió a recaer, pero las heridas han sido igual de horribles siempre.
— Entiendo... Tal y como ya les he dicho antes, no es mi intención desmeritar el diagnóstico de un doctor tan prestigioso como lo fue Didier Gaubier. Es solo que… —pausó la voz— lo que padece Siegfried en las piel encaja en todas las característica de Epidermólisis Bullosa. Lo que no logramos descifrar aún es por qué razón las heridas se forman de manera tan repentina sin haber pasado antes por un proceso natural de síntomas de dicha enfermedad.
— ¡Bueno! Lo importante es que mejorará. ¿Cierto?
— Desde luego que sí, señora Willemberg— Luego de las curaciones adecuadas de todas sus heridas le otorgaré el alta para que puedan ir a descansar en su casa.
Tal y como lo había indicado el doctor Duván Vesseur, un poco antes de la media tarde, Jan Siegfried había sido dado de alta, y bajo todas las indicaciones médicas abandonó el hospital de Libourne en compañía de sus padres.
Cuál si fuese un niño pequeño, la señora Esther vigiló a que se cubriera de pies a cabeza, para que le diera el sol lo menos posible. Y apenas abordaron el coche, su padre le entregó un vaso de batido de chocolate y medialunas para que comiera durante el trayecto.
— ¡Juro que moría de hambre! —Dijo con la boca atascada de medialunas—
— Despacio, mi amor. No vayas a atragantarte o algo parecido— —le dijo su madre mientras Siegfried continuaba comiendo y su padre lo observaba—
— ¿Vas a comer tú solo media docena de medialunas?
— Lo haré. Tengo mucha hambre —contestó— Debiste pedir dos vasos de batido de chocolate.
Mientras se llenaba el estómago, Siegfried recordó los errores descubiertos en los balances de la empresa.
— ¿Padre, piensas en verdad que me equivoqué en las cuentas del balance trimestral?
— Hijo, este no es el momento para hablar de esos temas.
— Nunca será el momento si no me crees. Puedes traer a otro contador si lo deseas y te dará los mismos resultados que los míos.
— ¿Puedo saber de qué hablan?
— Si tú no me crees, no tiene sentido que siga yendo a la universidad. Estudio una carrera universitaria solo por ti, porque dices que un día te ayudaré con tus empresas. Sabes que yo no necesito de títulos de contabilidad y administración de negocios para cuidar de mis viñedos, por lo tanto me saldré de la universidad.
— ¿Qué estás diciendo, muchacho?
— Lo qué oíste.
— ¿Acaso sucedió algo malo en la empresa?
— Sucedió que el contador Rugier Guérin estuvo robándole a mi padre por varios años —contestó el joven dejando bajo asombro a su madre—
— ¿Es verdad eso, Peter?
— Son asuntos muy delicados de los cuales no hablaré dentro de un coche.
— ¿Nuestro hijo descubrió que te están robando y tú te atreves a dudar de él? ¿Qué sucede contigo, Peter?
En ese mismo instante el coche frenó de golpe.
— ¿Qué sucede, Gerard? — ¡Disculpen señores! Es que acaba de atravesarae un perrito.
— ¿Un perrito? —preguntó Siegfried observando a través de la ventanilla—
Efectivamente pudo ver a un perrito en medio de la ruta que parecía estar bastante asustado pues era aún muy pequeño. El semáforo estaba en verde y todos los coches en funcionamiento, entonces Siegfried alertado volvió observar. Dejó a un lado las medialunas que estaba comiendo y abrió la puerta del coche.
— ¡Copito de nieve! —de la nada exclamó el chico—
— ¿Qué haces, hijo?
— Siegfried…
— Esther, definitivamente a nuestro hijo se le zafaron varios tornillos de la cabeza.
Metido entre los coches que imperiosamente tuvieron que detenerse, Jan Siegfried fue en busca de aquel perrito que había visto, convencido de que se trataba de aquel que había mencionado. No requirió de esfuerzos para agarrarlo pues bastó con un par de chasquidos de dedos para que el perrito se acercara a él como si lo conociera de toda la vida. Como si se tratara de su propio dueño.
— ¿Copito de nieve, en verdad eres tú? ¿Sí eres ? —una y otra vez sonriente se repetía mientras aquel vivaz cachorrito le lamía el rostro moviendo el rabito con algarabía— ¡No lo puedo creer! ¿Acaso eres un regalo del cielo para mí?
El semáforo continuaba en rojo y los coches comenzaban a bocinar al joven. Su padre volvió a llamarlo un par de veces y entonces el chico ya con el perrito en brazos volvió de inmediato al coche.
— ¿Acaso te has vuelto loco, Siegfried? Estás envuelto en vendaje como una momia. Acabas de salir del hospital. ¡Conduce, Gerard!
— Es Copito de nieve, madre.



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En el texto hay: fantasia, angeles, promesas

Editado: 23.09.2025

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