Las Promesas Que Te Hice

LA VERDAD

— ¿Padre, qué significa esto? ¿Vas a explicármelo?  
— Ojalá pudiera hacerlo, Siegfried. 
El pobre hombre qué yacía confundido. Los pensamientos le daban vueltas y vueltas, y sentado sobre una de las tantas sillas dentro del salón de juntas, se sujetaba la cabeza cómo si aquello fuera a otorgarle las respuestas que necesitaba.  
— Pues deberías decir al menos alguna cosa al respecto. ¿No te parece? Primero te enteras de que tus propios empleados estaban robándote desde hacía años. Luego te enteras de que han comprado el 40% de tus acciones, y para rematar aparece un individuo a decir qué es hijo tuyo.  
— Hijo, no necesito qué me hagas un recuento de todo lo que acabo de vivir —Reprendió  mientras se daba la cabeza con las manos y gruñía de la rabia el coraje—  
— ¿Padre, acaso tú engañaste mi madre con otra mujer?  
— ¿Qué estás diciendo, Siegfried? —Dijo levantándose de su silla bruscamente— ¡Yo jamá! Escúchame bien… jamás engañé a tu madre ni siquiera con mis pensamientos. Además este sujeto que se apareció con semejante invento dice tener 29 años, y yo conocí a tu madre exactamente hace 27 años.  
— ¿Entonces qué, padre? ¿Tuviste alguna otra novia antes de mi madre? ¿Tuviste chicas de una sola noche quizás?  
— ¡Suficiente, hijo! Suficiente…  
— Pues esas pudieran ser las únicas explicaciones, padre porque los hijos no caen del cielo. —Dijo Siegfried, y esas palabras le resultaron tan irónicas a él cómo a su padre—  
—  No tengo idea. Si tuviese alguna la diría —replicó sujetándose nuevamente de la cabeza intentando comprender— 
Jan Siegfried y Copito de nieve se sentaron junto al señor Peter Willemberg.  
— Padre, tal vez te sucedió lo mismo qué a mí con Leyla. Tal vez estabas ebrio y alguna descarada se te metió a la cama, y por eso no recuerdas nada. ¿Tenías alguna loca obsesionada detrás de ti? 
Si todo aquello no le hubiese sucedido en verdad a Siegfried, el señor Peter creería que su hijo, aparte de ser un genio con las cuentas, poseía también la magnífica imaginación de un auténtico novelista dramático.  
— ¿Por qué mejor no vamos a comer alguna cosa y ya luego te ayudo a seguir pensando. Copito y yo tenemos hambre. ¿Cierto, Copito? 
Su pequeño amigo peludo lanzó un par de ladridos.  
— Yo no podría tragar medio bocaro siquiera, pero vamos que tú sí tienes que comer algo, y por lo que veo, también Copito. 
Antes de salir, el señor Willemberg le advirtió a su secretaria qué postergara todas las actividades qué quedaran aquel día y que se encargara de reprogramarlos.  
— Así será señor Willemberg —asentó la secretaria Daria—  
— Avisa en recepción que ya no volveré por hoy.  
— Pierda cuidado señor que todo estará en orden. 
Peter Willemberg y su hijo abandonaron la empresa por el acceso secundario y fueron hasta el restaurante más próximo. Se ubicaron en una de las mesas al aire libre. Ocultos del sol, desde luego, y antes de que le trajeran su orden, Jan Siegfried le dio su porciones de galletas a Copito de nieve.  
— Deberías comer al menos un poco, padre. Yo sí muero de hambre.  
— Se nota, hijo.  
— ¿Padre, qué es lo que realmente te preocupa si nunca engañaste a mi madre? Tuviste un hijo con otra mujer mucho antes de conocerla a ella. Mi madre lo entenderá.  
Sin replicar las palabras del chico, Peter Willemberg solo se limitó a observarlo por largos segundos.  
— ¿Es por mí acaso?  
— ¿Por ti? ¿Por qué razón sería por ti, si tú me has comprendido de inmediato de un modo en el que tu madre no lo haría?  
— Pues justamente por eso. Es por mí que mi madre no te comprendería como quisieras. 
Nuevamente sin palabras, el señor Willemberg, observó a Siegfried, hasta que el chico finalmente acabó su comida y prosiguió.  
— Yo sé toda la verdad, padre. Siempre la supe.  
— ¿De qué hablas?  
— Sé que soy adoptado.  
Cual si fuese un lienzo blanco, el señor Willemberg quedó pálido observando su alrededor como si tuviese temor de que alguien haya oído aquenio. 
— ¿De donde sacaste, esa tontería?  
— No es ninguna tontería. Y no tienes que fingir porque yo siempre supe que soy adoptado. 
Si bien no había mucha gente alrededor, el señor Willemberg no creyó nada propició hablar sobre esos asuntos en un lugar público. Es más, no le parecería propicio hablar de aquello en ningún momento porque se suponía que el chico jamás sabría sobre ese asunto. Él y su esposa Esther se habían prometido que Siegfried se enteraría de que había sido adoptado. ¿Pero como es que lo supo? Su esposa no pudo haber roto jamás aquella promesa.  
— Desconozco de donde has sacado una cosa como esa, pero la olvidarás ahora mismo. ¿Me has entendido? 
El joven Siegfried se levantó de su sitio y se aproximó a su padre tomando asiento nuevamente.  
— Ojalá pudiera olvidar más de lo que tú quisieras, padre, pero no volví a este mundo con el don del olvido. 
Aparte de extrañado, en esos momentos el señor Willemberg también ya se encontraba confundido. En verdad no tenia idea de lo que hablaba su hijo.  
— Se qué mi madre y tú me adoptaron cuando yo era muy pequeño. Sé que tuve otra familia. No tan buena cómo la que tengo con ustedes. Ellos no me quisieron. Ellos me tenían miedo. Mucho miedo… No entendieron que yo jamás les hubiese hecho daño —Dijo con la mirada fija en la nada de unos vagos recuerdos que parecían afectarlo mucho más de lo que el señor Willemberg hubiese podido imaginar— 
De los ojos del chico brotaron lágrimas. Aquellas mismas que nunca eran del agrado de los tronos.  
— Ustedes nunca sintieron miedo de mí.  
— ¿Miedo, hijo? Eras apenas un pequeño ser que ni siquiera aparentaba la edad que tenia.  
Peter Willemberg lamentó haber dicho aquellas palabras que lo único que causaron fue afirmar que el chico en verdad era adoptado. En verdad hubiese preferido que Siegfried jamás supiera sobre eso. ¿Pero cómo lo supo? ¿Acaso Esther se lo contó? —volvió a preguntarse— 
— Escúchame bien, Siegfried —pidió sosteniéndolo de ambas mejillas— No tuviste en esta vida más padres que Esther y yo. ¿Entiendes? Nosotros cuidamos de ti. Esther y yo te criamos y del mejor modo que hemos podido. Tal vez tu madre lo hizo mucho mejor que yo, —recalcó admitiendo que quizás no fue un padre perfecto para el chico— pero te amé y te amo como si en verdad fueses de nuestra sangre. Ese pasado tuyo lo enterramos desde el primer momento en el que te trajimos a la casa, y así seguirá. No lo saques del pozo donde lo hemos lanzado tu madre y yo. No lo quites, hijo porque no vale la pena. ¿Acaso no has tenido una infancia feliz con nosotros?  
— Por supuesto que la tuve, padre.  
— Entonces arranca esa pequeña parte de tus recuerdos, y nunca más hablemos sobre esto. Piensa en tu abuelo y en lo feliz que le has hecho. 
— Tal vez a mi abuelo le hubiese gustado tener un nieto legítimo.  
Visiblemente fastidiado, Peter Willemberg posó sus manos sobre sus rodillas.  
— Para tu abuelo, tú eres su nieto legítimo. Él está feliz contigo, Siegfried. Eres todo lo que quiso en su vida. ¿Y sabes qué? ¡Suficiente! Esta conversación se acabó ahora… nos vamos a casa. 
Durante gran parte del trayecto rumbo a la casa, permanecieron en silencio. Ni siquiera Copito de nieve hizo sentir su presencia.  
— No quiero que intentes siquiera decirle a tu madre todo lo que me has dicho a mí. ¿O es que acaso fue ella en verdad que habló contigo al respecto?  
— Mi madre no me habló sobre nada. Tenía 4 años, padre. Recuerdo a mi verdadera familia. No mucho, pero la recuerdo. 
El señor Willemberg quién en esta ocasión estaba conduciendo, detuvo la marcha bruscamente.  
— Tu verdadera familia somos nosotros, hijo. Familia es la cría y protege, y aquellos padres miserables no hicieron nada de eso contigo. Sigo sin entender de dónde salió este supuesto hijo mío, pero sea como sea, nada cambiará lo que tú eres para mí y por sobre todo para tu madre. ¿Cerrarás este tema? ¿Me lo prometes?  
— Te lo prometo. 
Era sábado, casi media tarde cuando el señor Peter y Siegfried llegaron a la casa. Esther como cada fin de semana, bien temprano en la mañana se levantaba a hornear galletas y pequeños bizcochos para llevárselos a los niños del hospital cáncer en el cuál era una fiel benefactora. Desde hacía años se dedicaba a la misma labor y lo hacía con mucho esmero y con gran amor. 
Cuando volvió a la casa, le sorprendió un poco hallar a sus dos hombres tan temprano, por sobre todo a Peter quién nunca abandonaba la empresa los fines de semana, antes de la media tarde.  
— Hace un sol muy cálido allá afuera. Dime que te has protegido bien, mi niño —preguntó apretando sus mejillas— 
— Lo hice, madre.  
— ¿Y tú qué tal te has portado, Copito de nieve? —Preguntó acariciando al perrito— 
Posteriormente saludó a su esposo y se sentó junto a él.  
— Llegaron más temprano de lo habitual. Lo esperaba de Siegfried, pero no de ti, mi amor. ¿Cómo les fue?  
— Pues yo prefiero mil veces vivir cuidando de los viñedos, madre.  
— En estos momentos también me hubiese gustado hacerme cargo únicamente de los viñedos de mi padre.  
— ¿Tan mal les fue? ¿Qué sucedió?  
— Sucedió una lucha, madre como en un ring de boxeo —contestó repentinamente riendo—  
— ¿Qué dices, hijo? ¿Peter? 
Esther observó a su esposo. 
— ¿Mi amor, en verdad estoy muy cansado. Voy a darme un baño y luego me echaré a dormir un poco. Luego Hablaremos.  
— Ni siquiera almorzó, madre.  
— ¿Pero que sucede contigo, Peter? Mira… ve a bañarte que mientras yo iré a prepararte algo de comer. ¿Tú ya comiste, hijo?  
— Ya comí. Voy a darme un baño también que luego iré a la hacienda.  
— Está bien. 
En lo posible, el joven Siegfried intentaba no desatender “Las Nubes” ni mucho menos el avance de la Château que iba en constante progreso como todo su alrededor. En cuanto a las uvas, se encontraban en pleno desarrollo de cara a la próxima vendimia, y nuevas producciones se hallaban en plan de proceso junto a su abuelo. 
En la familia Busquets pese al desagrado absoluto por el modo en el que vivía Leyla Busquets en la hacienda de Saint Èmilion, no les quedó de otra qué tolerar la situación hasta el nacimiento del bebé, pues una familia distinguida y respetable en la sociedad parisina ante todo debía conservar su buen nombre. 
Por ello habían decidido callar incluso ante Joshua y Vivian Busquets, los hermanos de Leyla, los acontecimientos surgidos con la misma debido a que ambos hubiesen podido entorpecer el acuerdo al cual había llegado con el joven Jan Siegfried. Por sobre todo Vivian quién hubiese mostrado su absoluta desaprobación al haber forzado un matrimonio solo por guardar las apariencias. Ella era una mujer liberar y de pensamientos muy apartados a los de la sociedad. 
De todas maneras y de un modo hasta casi accidental, Vivian Busquets acabó enterándose por una imprudencia de su madre. La señora Berna Busquets, al encargar varías compras con cosas para bebé, por lo que extrañada y confundida se puso a indagar. 
Para aquel entonces Leyla, acababa de enterarse del sexo de su bebé. De inmediato se lo comentó a su madre, y la mujer, en medio de su emoción y entusiasmo, se había encargado personalmente de hacer las compras para todo lo que necesitaría su nieta al momento de nacer. 
Berna Busquets, lejos de ignorar a la hija que vivía en los confines de un pueblucho medieval según sus propias palabras, a espaldas de su marido, había encargado la mejores cosas para la bebé, planeando enviarlas a Saint Èmilion el mismo fin de semana. 
EL VALLE DE LAS NUBES – SAINT ÈMILION 
— Lo siento señora, pero no puede usted pasar.  
— ¿Qué no puedo pasar? Soy la esposa de Jan Siegfried por lo tanto si puedo pasar y me dejarás entrar ahora mismo.  
— Lo siento, pero son órdenes del joven Siegfried. 
Presa de la rabia, la joven comenzó a gritar una y otra vez el nombre de Siegfried hasta que este pudiera oírla y se presentara ante ella.  
— ¿Siegfried, puedo saber por qué no puedo entrar a este lugar? ¿Vas a decírmelo?  
— Porque no puedes.  
— ¿Te parece esa una respuesta coherente, mi amor? Cuando acabe de construirse todo este lugar, vendremos a vivir aquí los tres. Tú, yo y nuestra bebé, por lo tanto no tiene sentido que me lo prohibas. 
El chico repentinamente se echó a reír, soltando cierto aire de escalofríos a quienes se encontraban en el sitio. ¡Leyla, Leyla! Cada día dices algo que me confirma lo loca que éstas, pero esto en verdad me resultó muy gracioso. ¿Por qué mejor no me dices lo que quieres? ¿A qué viniste hasta aquí?  
— ¿Si este lugar no será para nosotros, entonces para quién, Siegfried? ¿A quién se supone que piensas traer aquí?  
— A ti desde luego que no. ¿Cuando se ha visto qué una bruja fuera a vivir en un lugar tan bonito y mágico?  
— Mejor deberías dejar de decir tantas estupideces. Primero le pones “Las Nubes” a este lugar, luego mandas construir una Château y deseas llenarlo de magia. ¿En que mundo vives? Tu no estás en ningún cuento de Hadas y haré estallar esa burbujita en la que estás metido para que tengas los pies bien puestos sobre la tierra. Tendremos una hija, Siegfried. Si lo que tanto pregona tu delirante cabeza es una princesa pues ahora la tendrás. Nadie mejor que nuestra hija para que viva en este mágico lugar. ¿Cierto, cariño? 
En esos instantes se oyó la llegada de un camión. Era uno de cargas qué traía transportado todas las cosas que serían para la bebé.  
— Voy a recibir el camión que trae las cosas para nuestra hija. No te tardes demasiado aquí que quiero enseñarte todo lo que mi madre envío para nuestra hija —dijo la chica alejándose de los predios pertenecientes a “Las Nubes” mientras el pequeño Copito de nieve le ladraba incesantemente. 
Cuando Leyla llegó hasta el sitio dónde se había estacionado el camión, grande fue su sorpresa al ver a su hermana Vivian descender del mismo.  
— ¿Qué significa esto, Leyla? Tú… estás embarazada?  
— ¿Vivian, que haces aquí?  
— La de las preguntas debería ser yo. ¿Vas a explicarme cómo pasó? ¿Qué haces en este lugar?  
— Pues ya estás viéndome. Estoy embarazada, Vivian. Mi bebé nacerá muy pronto y vivo aquí con mi esposo Jan Siegfried.  
— ¿Jan Siegfried? ¿Te casaste con Jan Siegfried?  
La joven mujer no lograba salir de su asombro y más aún porque sus padres supieron en verdad ocultar todo aquello muy bien.  
— Tal como lo oyes, hermana. Mi esposo ahora se encuentra en sus viñedos trabajando. 
Por más de que Vivian observaba a su hermana Leyla, no lograba salir de su asombro, y más aún al recordar todas las cosas que ella le había contado con respecto a Siegfried.  
— Ese chico no te quería, Leyla y tú misma me lo habías contado desconsolada. 
— ¿Te parece este un lugar y momento oportuno para decir tonterías, Vivían? —Susurró— Si me permites, voy a guiar a los transportadores para que acomoden las cosas de mi bebé. 
Vivian Busquets se apartó del sitio y pidió a uno de los capataces del lugar que lo llevaran hasta donde se encontraba Jan Siegfried. Desde la lejanía nuevamente comenzaban a oírse los ladridos de Copito de nieve, alertado por la persona extraña que se acercaba.  
— ¡Vivian, tanto tiempo sin verte! —exclamó el chico— Es increíble que a ti si pueda decirte que me da gusto verte —prosiguió recordando que alguna vez gracias a Vivian Busquets, él pudo ver a su pequeño ángel—  
— ¿Tú sí vas a decirme qué significa todo esto, Jan Siegfried? ¿Leyla esta embarazada de ti? ¿Se casaron, y yo jamás me enteré?  
— Pues eso deberías reclamarle a tus padres, no a mí.  
— Debería sí pero ya que ellos se encargaron de ocultarlo muy bien y que yo ahora me encuentro aquí, sería más que interesante oír las explicaciones de tus propios labios.  
— No es una historia muy corta que digamos, y la verdad no estoy ni de humor ni de tiempo ahora para contarla, Vivian. Puedes pedirle explicaciones a tu hermana, aunque ella solo te dirá puras mentiras.  
— ¿Por qué mi hermana me mentiría?  
— Porque es una mentirosa.  
— Pues si tienes el atrevimiento de decirme qué mi hermana es una mentirosa, entonces cuéntamelo tú. 
El joven Siegfried en verdad no se hallaba puesto para hablar. Él y su abuelo habían trabajado durante todo el día y se sentía muy cansado. Además esos eran asuntos delicados que no podía ventilarlos de manera despreocupada. Y no se trataba de él. Se trataba de que aquello no estallara por todas partes y que de algún modo llegara a oídos de su pequeña Ohazia.  
— Vivian, tal vez podamos hablarlo mañana si aún permanecerás por aquí. Ahora todavía debo ayudar a mi abuelo en algunas cosas dentro de las  bodegas y acabaremos un poco tarde. 
A lo lejos se oyeron unos gritos repentinos de uno de los capataces que irrumpió la conversación aproximándose raudamente hacia Siegfried.  
— Joven Siegfried, debe venir de inmediato.  
— ¿Por qué?  
— La señora Leyla se sintió mal. 
— ¡Leyla! —Exclamó su hermana yendo raudamente de regreso hacia la casa de la hacienda—  
 



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Editado: 10.02.2022

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