— ¿Hijo, qué quieres que haga, para que esta vez pases el verano por aquí cerca? Pídeme lo que quieras, lo que tú prefieras. Pero sea donde sea que estés queriendo ir, desiste por favor. Te lo suplico.
— ¡No necesitas ser, paranoico, padre.
— ¿A ti te parece que soy paranoico luego de todo lo que sucedió a causa de tu último viaje el verano pasado?
— Esta vez no sucederá nada malo.
— Mhmm… —gruñó su madre— Hijo, tampoco me parece buena idea que vayas a ninguna parte en esta ocasión. No es buena idea y tú más que nadie lo sabes —resaltó observándolo con profundidad—
El joven Siegfried ya sabía que su madre sospechaba a dónde iría. Podía sentir su temor y su preocupación, sin embargo pese a que no debía ir, quería hacerlo al menos para estar cerca de su pequeño ángel por un par de días.
— ¿Y puedo saber a dónde quieres ir?
— A un retiro.
— ¿A un retiro de qué?
— A un retiro espiritual?
— ¿Estás bromeando conmigo?
— ¿Tengo cara de que estoy bromeando, padre? Iré a un retiro espiritual en María Langegg.
— ¿María Langegg? ¿Qué lugar es ese?
La señora Esther Willemberg lanzó un gran suspiro de aflicción tras confirmar su temor.
— Es una iglesia parroquial en Baja Austria.
— ¿En baja Austria, Jan Siegfried? ¿En baja Austria? Aquí existen incontables Iglesias con casas de retiros espirituales como a la que asiste tu madre, por ejemplo. No necesitas ir a baja Austria para eso. ¿Por qué?
El chico no dijo nada más, pues cualquier cosa que dijera hasta con la mejor explicación que pudiera dar, su padre no lo entendería.
De ese modo entre sus exámenes y los viñedos, llegó finalmente el día. Jan Siegfried estaba listo para viajar a baja Austria.
Los exámenes en la universidad habían culminado y tanto en Las Nubes como en El Amanecer las producciones habían sido muy fructíferas, y próximamente nuevas presentaciones harían presencia en otra edición del Bordeaux Fete le Vin.
— Abuelo, te prometo que volveré a tiempo para el festival del vino.
— No es eso lo que quiero que me prometas, nieto querido —expresó el abuelo con mucha aflicción— Prométeme que no te meterás en ningún problema y mucho menos qué los arrastrarás detrás de ti a tu regreso.
— Te lo prometo también. ¡Qué Copito de nieve mastique mis piernas si me meto en problemas! —dijo sonriente—
El chico tenía planeado llevar consigo a su amigo peludo. Se había hecho muchas ilusiones pensando en lo feliz que se pondría su pequeño ángel al ver a Copito de nieve. En verdad anhelaba que llegará ese momento de verlos reunidos.
Contra la desaprobación de sus padres, Jan Siegfried, en compañía de su amigo peludo, se alistaba para abandonar Burdeos. Un día antes del viaje decidió hospedarse en un hotel próximo al aeropuerto pues debía gestionar algunos trámites para que su perrito pudiera acompañarlo con comodidad y sin ningún inconveniente.
El vuelo sería a primeras horas de la mañana del martes 8 de julio por lo que al chico le daría tiempo necesario para descansar antes de emprender el largo camino hasta María Langegg.
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“No debes ir a buscarla. No puedes volver a acercarte a ella. Hasta que el día indicado llegue no la volverás a ver”
La voz del trono superior se manifestó. En el más profundo de los sueños de Azkeel, su orden fue proclamada, y la misma, bajo ningún sentido podía ser quebrantada.
Hubiese deseado que al abrir los ojos percibiera el día más hermoso de todos los días. Que los rayos del sol que se reflejaban desde la ventana le contaran rumores de una dicha infinita por volver a ver a su ángel, sin embargo nada fue de tal manera.
— ¿Por qué no puedo verla? ¿Por qué? Maldita sea esta vida… Maldito sea este mundo.
Afuera, bajo el cielo de Burdeos, todo era gris y no había más rumores que una gran tormenta. En los cielos los relámpagos eran el eco de los tronos, y en la tierra, dentro de la habitación de aquel hotel, los ecos malditos de Azkeel gritaban su desdichado destino.
— Solo quería verla. Quería estar cerca… ¿Por qué me lo prohíben? ¿Por qué no puedo verla? Yo jamás la haría daño. Jamás…
Echado en un rincón revuelto por los destrozos que su ira había ocasionado, se puso a llorar infinita amargura, y nada ni nadie lo levantó de allí. Ni los mimos de Copito de nieve que parecían querer consolarlo. Ni los golpes insistentes de los camareros y del jefe de pisos del hotel que al percatarse de los gritos, se acercaron intentando averiguar lo que sucedía.
Nadie atendía. El joven Siegfried yacía aún acurrucado en un rincón de la habitación donde permaneció sin absoluta noción del tiempo.
— Solo quería verla, Copito. Quería reunirte con ella —decía acariciando a su pequeño amigo— Mi Ohazia se habría puesto tan feliz de encontrarte, y yo habría sido tan feliz con tan solo ver a lo lejos su sonrisa.
Copito de nieve se trepó en su regazo. Quería animarlo, y acabó lográndolo luego de incesantes lamidas en la cara.
— Volvamos a casa. Vamos al amanecer que el abuelo se pondrá contento. Al menos él lo estará.
BURDEOS - RESIDENCIA DE LA FAMILIA WILLEMBERG (UN DÍA DESPUÉS)
— Jan Siegfried Willemberg…
Un resonante grito se oyó dentro de toda la casa, que casi infartó del susto a la señora Esther.
— ¿Qué es ese grito? ¡Por Dios, Peter! ¿Acaso le sucedió algo a nuestro hijo?
— Lo volvió a hacer, Esther. Siegfried volvió a hacer de las suyas.
— ¿De qué hablas? ¿Qué es ese papel? —preguntó pavorosa con las manos en el pecho—
— Son las cuentas de los daños y destrozos provocados dentro de la habitación de un hotel.
— ¿Qué dices?
Con mucha curiosidad y angustia la señora Esther arrebato de las manos de su esposo, aquel papel.
— ¿Quality Suites Bordeaux Aeroport? Es el hotel donde iba a quedarse la noche antes de viajar.
— Mira lo que ocasiona ese muchacho, Esther… Solo míralo. Destroza la habitación más costosa de un lujoso hotel, luego sale como si nada rumbo dizque a un retiro espiritual. —dijo elevando la voz con mucha furia— Retiro espiritual necesito yo por su culpa.
— Pero… no comprendo, Peter. ¿Por qué mi hijo ocasionaría destrozos dentro de la habitación de un hotel?
— ¿Por qué, Esther? ¿Me lo preguntas en serio? ¿Qué es lo mejor que sabe hacer nuestro hijo aparte de meterse en problemas? Armar fiestas, reunirse con amigos y embriagarse hasta perder la razón y la conciencia. Ah, pero ahora mismo me oirá así esté meditando dentro de un templo budista.
El señor Willemberg, raudamente se dirigió hasta su habitación dónde se encontraba su teléfono móvil y marcó a su hijo para hablar con él. Intentó en varias ocasiones hasta que finalmente tuvo respuesta.
— ¡Vaya! Hasta que el señorito de alma purificada puede contestarme… ¿Ya logró Dios limpiar tu espíritu luego de los destrozos que ocasionaste en el hotel, Jan Siegfried?
— No, y tampoco lo hará.
— ¿Por qué lo hiciste? Cuando te comportas de ese modo yo en verdad no puedo comprenderte, hijo.
— ¿Por qué está molesto tu padre esta vez? —habló el abuelo Klaus—
Peter Willemberg, extrañado de oír la voz de su padre, observó a su esposa.
— ¿Hijo, es ese tu abuelo? ¿Acaso fue contigo a aquel retiro espiritual?
— Padre, estoy en El Amanecer. Copito y yo volvimos.
— ¿Qué dices? ¿Estás en El Amanecer? —preguntó con incredulidad volviendo observar a su esposa— ¿No viajaste Baja Austria?
— Te digo que estoy en El Amanecer. Escucha… si estás muy molesto por lo del incidente del hotel, puedes descontármelo de todo lo que me das. Puedes quitarme de nuevo el coche si lo dese…
— No… no… no… —irrumpió el señor Peter— Olvida ese asunto. Olvídalo, hijo. Olvídalo —expresó con un repentino cambio drástico de actitud, aliviado y satisfecho— Me da mucho gusto de que hayas regresado. En ningún lugar estarás mejor y a salvo que en El Amanecer, Jan Siegfried. Nos veremos luego, hijo.
El señor Peter Willemberg colgó la llamada.
— Nuestro hijo no viajó, Esther. No viajó —repitió invadido por una inmensa alegría—
La señora Esther quién tenía el alma colgando de un hilo por la preocupación, también rebozó de dicha. Ambos nunca pensaron que el simple hecho de que su hijo se quedara en casa ese verano, les pondría tan contentos a tal punto de olvidar que ambos aún continuaban distanciados emocionalmente.
Se abrazaron con todas sus fuerzas y sus corazones volvieron a latir como uno solo.
— ¡Mi amor! ¡Mi bella y adorada Esther! Ya no estés molesta conmigo.
— Tal vez no fue justo mi comportamiento, pero me dolió mucho, Peter.
— Lo sé mi amor —dijo besando sus manos—
— Hemos deseado tanto un bebé que saliera de mi vientre. Y fue tanto mi dolor al no poder darte un hijo que fuera de nuestra sangre. ¿Cómo se supone que debía sentirme al saber qué has tenido a ese hijo con otra mujer?
— ¡Esther, basta! Tú y yo tenemos un hijo. Uno que criamos juntos. Que nos da muchos dolores de cabeza, pero que también nos da muchas alegrías como esta de ahora, por ejemplo —dijo y ambos sonrieron—
— Es verdad… nuestro niño, Peter, es muy especial. ¿Lo amas tanto como yo?
— Lo amo y se lo dije. Y en estos momentos se lo volvería a decir —afirmó mientras abrazaba a su esposa— Tendremos unas vacaciones llenas de paz, mi amor.
— La tendremos en verdad. ¡Gracias, Dios! Gracias por haber hecho que mi hijo regresara —elevó sus palabras al cielo—
Todos estaban felices. El abuelo Klaus, el señor Peter y por sobre todo la señora Esther. Sus corazones latían con alivio. ¿Pero qué sucedía con el corazón del joven Jan Siegfried? Cada amanecer desde la ventana del Amanecer buscaba algún sentido para seguir respirando. Para seguir caminando por los senderos de un mundo que ya no le pertenecía, y solo hallaba motivación en aquellos viñedos. En la Château que a simple vista ya podía observarse erguida. El resto no significaba nada para el chico sin su pequeño ángel.
Al menos tenía a Copito de nieve quién era el único capaz de alegrar sus días con tantas travesuras.
— ¡Hijo! ¡Mi niño hermoso! —exclamó la señora Esther abrazando a Jan Siegfried, y llenándolo de besos—
El señor Peter también saludo al muchacho, y con la misma intensidad que su esposa, expresó su dicha de tenerlo allí. Un sentimiento muy opuesto al del joven, qué podía percibirse en su rostro a simple vista.
Las tinieblas de Burdeos parecían haberlo seguido para envolverlo por completo. Nada lo hacía reír. Nada lo entusiasmaba. La sombra de Azkeel había retornado. La mirada vacía. La imperiosa necesidad autodestructiva de apoderarse de las noches sin importar perderse para siempre en ellas.
— ¿Abuelo, me dejarías de querer algún día?
— ¿Qué dices, Siegfried?
— ¿Me dejarías de querer si supieras que no soy nieto de tu sangre? ¿Te arrepentirías de haberme obsequiado parte de tus viñedos?
— No comprendo a que vienen esas preguntas. Tú eres mi nieto querido.
— No me has respondido, abuelo —dijo el chico observado el horizonte mientras él y su abuelo yacían descansando sobre la terraza que daba la vista más amplia del Amanecer y de Las Nubes—
El señor Klaus Willemberg permaneció en silencio. No respondió a tales preguntas. Simplemente se puso de pie y observó su reloj.
— Vamos a las bodegas que debemos supervisar las temperaturas antes de cerrar —Fueron sus únicas palabras—
El chico también se levantó y siguió a su abuelo. Detrás de él, su inseparable Copito de nieve.
Dentro de las bodegas un gran silencio parecía haberse tornado entre el abuelo Klaus y Jan Siegfried. Para el chico, aquel silencio de su abuelo parecían las respuestas a voces de aquellas preguntas qué le había hecho en la terraza. Dedujo entonces que simple y sencillamente su abuelo no lo querría si de saber que fue adoptado.
Aquellos pensamientos eran como más espinas incrustadas en su corazón. Un dolor más de los tantos que ya cargaba, sin embargo el silencio se quebró y palabras inesperadas tocaron a sus oídos.
— Un día alejé de mí a mi hijo por varios años debido a mi manera tan cerrada de pensar. Y un día me enteré por otras personas de que tenía un nieto. Era todo lo que me importaba desde ese momento. ¡Nada más que eso, Siegfried! Por ti volví a acercarme a tu padre. Por ti él y yo volvimos a tener una bonita relación. Por ti tus padres perdonaron todos mis agravios. Y por ti un día mi alma dejará en paz este mundo sabiendo qué tú, mi nieto querido cuidarás muy bien de mis viñedos y de todo mi patrimonio. El resto no me importa ni me importará —dijo colocando una mano sobre el hombro del chico— Ahora cambia un poco esa cara y nunca más vuelvas a preguntarme cosas como esas. ¿Entiendes?
Jan Siegfried asentó y posteriormente continuaron verificando las cubas de reserva y grandes reservas, y las respectivas temperaturas de cada bloque de la bodega.
— ¿Siegfried? ¿Un par de días en aquel retiro espiritual y ya suceden milagros en ti? ¿Puedes llamarme desde allí?
— Estoy en la hacienda de mi abuelo.
— ¿Qué dices? ¿Volviste tan pronto?
— No fui a ninguna parte. ¿Tú en que parte del mundo andas?
— En ninguna parte más que en mi casa.
— ¿Bromeas?
— No lo hago… Hablé en serio cuando te dije que no iría a ningún lugar este verano. ¡Eso sí! Estoy dándome mis gustos en casa. Mis padres sí viajaron y estoy solo.
— Bien… ven esta noche a las bodegas de Las Nubes, abriré unas que otras botellas de reservas exclusivas que me obsequiaron en el festival del vino del año pasado, y degustaremos un poco de las cubas ordeñadas.
— Eso se oye muy bien… iré.
— Mmm… Te espero entonces, pero no traigas a nadie detrás de ti. Te lo advierto.
— Por supuesto que no lo haré.
Sábado por la noche, Leroy llegó a la hacienda El Amanecer, y como siempre fue muy bien recibido por el abuelo Klaus. Luego de acabar de cenar fueron hasta la habitación del joven Siegfried y cuándo ya todos se acostaron a dormir, el chico tomó las llaves de la bodega particular de Las Nubes que conectaba con la de su abuelo, y partieron hasta el sitio.
— Cuando me hablaste alguna vez sobre construir un Château, creí que en verdad estabas demente, Siegfried —dijo el joven Leroy levantando la vista ante aquello que tenía enfrente— En verdad mandaste construir un castillo.
— ¡Como en los cuentos de hadas! —exclamó—
Leroy observó a su amigo creyendo aún qué en verdad era un demente.
— En la torre uno estará la sala —dijo apuntando con el dedo, el lado derecho del castillo— Una muy cómoda con chimenea, sofás y televisión. En la torre dos —prosiguió apuntando con el dedo, el lado izquierdo del castillo— Una biblioteca también muy acogedora con puffs, calefacción y un reproductor de música. El Château contará con cuatro habitaciones con sus respectivos baños, un comedor, una cocina y un salón de espejos con un piano en medio. Ya luego todo lo que ves aquí. Un hermoso jardín con fuente de agua y un sendero de álamos que perfectamente simulan formar un bosquecillo.
Oyendo atentamente, el joven Leroy, no lograba decir palabra alguna.
— Ah… y no puedo olvidar mencionar mi bodega particular. Aunque la misma se encuentra desprendida del Château, y conecta con la bodega de mi abuelo que se encuentra del otro lado. Lugar donde iremos ahora mismo.
Ambos fueron hasta el sitio y detrás, el infaltable Copito de nieve a quién Siegfried tuvo que traer por persistencia del pequeño peludo.
— ¿Todo esto es tuyo, Siegfried? —preguntó maravillado con la variedad inmensa de vinos que tenía ante sus ojos—
— Por supuesto que no. Toda esta parte me pertenece —dijo mostrando una pared repleta de vinos— El resto pertenece a mi abuelo, y todos esos vinos son intocables, a no ser que el mismo decida tomar alguna para ocasiones especiales. Más al fondo ya se encuentran las salas de cubas en reservas y grandes reservas.
— ¿Qué son las cubas?
— Las barricas de madera dónde se encuentran conservados los vinos. De todas ellas cada una posee una cuba más pequeña para poder probar y controlar el equilibrio de las tres fases, ordeñándolos en copas.
A Leroy todo le resultaba bastante interesante pese a que poco o nada podía entender.
— ¿Y aquí llenan las botellas de vinos?
— Si… la máquina embotelladora se encuentra del otro lado. Una máquina que lo hace absolutamente todo.
— Hermano, tú sí que vives en el paraíso de los vinos. Ya quisiera vivir yo aquí también. ¡Viviría muy feliz! —exclamó tomando asiento—
— ¡A lo que vinimos! —prosiguió Jan Siegfried ni bien descorchó una de las tres botellas que había tomado y su estantería personal para ponerlas sobre la mesa—
Colocando una fila de copas, encendiendo un reproductor, con música tenue, tomando asiento y sirviendo la primera botella con la mayor delicadeza que debía, aquella noche prometía ser para él tan larga como todas las penas de su alma.