— ¡Lo siento padre! ¡Lo siento mucho! Yo no quería perderte. Dios y los tronos saben cuánto te amé y te amaré por siempre.
Ohazia presa del llanto, se lamentaba echada sobre el concreto donde hacía tan solo minutos yacían las grietas del abismo que habían consumido a su padre a la condena eterna—
— ¡Hija, levántate!
— No pude salvarlo, madre.
— Eso no estaba en tus manos y ya te lo había dicho en anterior ocasión. Tú no puedes culparte por el destino escogido por tu padre. Yo hice de todo en esta vida para protegerlo de sí mismo, pero no lo logré. Tú no podías hacer nada ante los designios de Dios.
Sentada junto a su hija, y echada también a esos lamentos que no podía contener, Hada Neubauer expresaba sus palabras intentando consolarla.
— ¡Vamos! —pidió tendiéndole su mano— Levántate ya. Debemos socorrer a tu esposo.
— ¡Sigfrido! ¡Amor mío! —exclamó al recordarlo malherido al pie de la gran escalera—
Intentando hacer a un lado sus lágrimas, se puso de pie y fue de inmediato para socorrer a su amado. Odette observó a su alrededor y no vio más que vacío y silencio absoluto a su alrededor.
— ¿Han salido todos?
— No exactamente.
— ¿Qué significa?
— Todos han quedado profundamente dormidos, hija. En cuanto abran los ojos nada malo habrá sucedido. Todo habrá transcurrido tan solo como un sueño para para estas personas. No recordarán más que la obra que habían venido a ver al Palais Garnier. Ahora debemos despertar a Jan Siegfried e ir hasta el camerino por la niña y salir de aquí.
— ¡Oh, la pequeña Sirah! Sigfrido, despierta amor mío. Sigfrido…
Tras largos minutos de persistencia, la princesa Odette finalmente pudo hacer que su esposo abriera los ojos. El joven yacía adolorido de pies a cabeza, sin embargo, de mínimas heridas su cuerpo tenía certeza.
— ¡Mi amor! ¡Mi ángel! —exclamó abrazándola con todas sus fuerzas— ¿Estás bien?
— ¡Qué bueno que estás bien, esposo mío! Yo lo estoy también.
Odette llenó de besos a Siegfried volviéndolo a rodear entre sus brazos.
El joven observó de pie a la señora Hada Neubauer y posteriormente todo su alrededor. Él tampoco pudo ver a nadie. En el lugar no reinaba más que un silencio abrumador.
— ¿Dónde están todos? —preguntó incorporándose de prisa—
— Mi madre dice que están todos dormidos y que cuándo despierten nada malo habrán de recordar —contestó Ohazia aferrada siempre a su esposo—
Con el corazón acelerado Jan Siegfried había caído en cuenta de todo lo sucedido y también abrazó con fuerza a su amada.
— ¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija? ¿Y mi padre? Él fue herido de muerte. Antes de caer alguna cosa pareció haberlo sostenido.
El joven hacía un gran intento por recordar todo lo que había sucedido, y observó a la señora Hada Neubauer pensando en que ella tendría las respuestas.
— ¿Usted sabe quién fue? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde se lo llevó aquel…? ¿Qué fue aquello en realidad?
— Cálmate Jan Siegfried. Mejor vayamos por tu hija para que podamos salir de aquí antes de que todos despierten.
— ¡Mi hija! Dijo usted que la dejó en el camerino de Odette.
— Y allá se encuentra. ¡Vamos!
Hada Neubauer adelantó sus pasos, y detrás de ella fueron Odette y Jan Siegfried. Rumbo al camerino no dejaban de ver a personas tendidas por los suelos. Todas caídas en un profundo sueño según la señora Neubauer.
— ¿Está segura de que estas personas solo duerme?
— Profundamente al igual que tu pequeña —contestó abriendo la puerta del camerino perteneciente a Odette—
— ¡Sirah!
— Ssshhh… procura no despertarla —le advirtió la mujer— No interrumpas los dulces sueños de tu hija.
— Cárgala con cuidado, amor mío. Tomaré mis pertenencias y nos vamos.
— También debo ir por mi mochila. Lo dejé en el otro camerino.
Jan Siegfried tomó entonces a su hija entre sus brazos con la mayor delicadeza posible y con pasos suaves abandonaron el camerino perteneciente al de la princesa Odette. Posteriormente, fueron por la mochila del joven al camerino contiguo.
— Lamento tanto haberte puesto en peligro mi pequeña Sirah. Jamás me habría perdonado si algo malo te sucedía.
— Nada malo le ha sucedido. Y nada malo recordará de todo esto. Ya te dije.
— ¿Cómo habrá hecho él para raptar a mi hija del hotel? ¿Le habrá hecho algo malo a mi madre? ¿A la señora Cluzet?
De tan solo pensar en esas horrendas posibilidades nuevamente el corazón de Jan Siegfried caía en la más absoluta aflicción.
Hada Neubauer negó con la cabeza.
— Rudolf únicamente quería a la pequeña, y se encargó de sacarla de la habitación sin que nadie lo note. En cuanto vuelvas allá, no hallarás el panorama distinto a este lugar.