— ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?
— Bienvenido seas a la antesala del cielo, Peter Willemberg.
— ¿Qué dice? ¿Antesala del cielo? ¿Acaso estoy muerto? ¿Quién eres?
— Mi nombre es Dana, y soy un ángel perteneciente al rango de las potestades. Mi misión es encargarme de la vida y de la muerte recibiendo a las almas o enviándolas de regreso según los designios del gran jefe y protector de todos los cielos y las almas.
— ¿Quién?
— ¡Dios!
— ¿Entonces sí estoy muerto? ¿Dónde está mi familia? Estheeer… Siegfrieeed… ¿Dónde están?
— Ellos no se encuentran aquí, hijo.
— ¿Padre? ¿Padre, eres tú?
— Soy yo, hijo mío.
— ¡Papááá!
Al ver a su padre, Peter Willemberg lo abrazó como nunca antes quizás lo había hecho en toda su vida. Y del mismo modo, Klaus Willemberg también lo abrazó a él con todas sus fuerzas.
— Padre, si esto es un sueño juro por lo más sagrado que me queda, que no deseo despertar. Deseo quedarme aquí contigo para siempre y olvidarme de aquella vida en la que tanto he fallado.
— No hables así, Peter. No cuando finalmente haz enmendado tus errores y superado todo tus temores. Te has perdonado a ti mismo, hijo. Has aceptado finalmente la misión para la cual Dios te ha enviado. ¡Y lo más importante! Has salvado la vida de tu hijo. ¡Mi nieto querido!
— ¡Siegfried! —exclamó recordando a su hijo— ¿Qué pensará él de mí ahora? Toda mi vida intenté ser un buen padre en su vida, y cuando creí que finalmente lo estaba logrando todos los demonios de mi pasado se apoderaron de mí.
— Mucho temor sintió mi querido nieto de tu rechazo por la misma razón.
— ¿De qué hablas, padre?
— Ya no lo recuerdas y no lo volverás a recordar, sin embargo, en tu nueva vida percibirás en tu hijo esa misma luz que percibirás en tu corazón porque finalmente tu alma está libre de todo el peso y de toda la culpa que te aquejaban.
— ¿En verdad mi alma está liberada? ¿Pudo Dios perdonar mi culpa por haber matado a mi propia madre?
— Dios que todo lo ve y lo sabe fue testigo de que tú no mataste a tu madre, Peter.
— Pero yo pude haberla salvado, padre y no lo hice. Eso es tanto como matar. Soy tan culpable como el maldito Rameel que la empujó. Él siempre me dijo que podíamos lograr en este mundo grandes cosas, pero yo no quería ser igual a él. Yo no quería perturbar la vida de mi madre. Yo no deseaba ser merecedor de su temor por esas malditas alas negras que me condenaban.
La madre de Peter Willemberg, una joven mujer. Muy bonita, devota y de firmes principios religiosos, percibió en su hijo el mal que lo condenaba desde muy pequeño, y pese su gran amor de madre nunca pudo aceptar aquel estigma maligno qué para ella era sin dudas la señal de un gran castigo de Dios. A como diera lugar, Perla Willemberg se había abocado de lleno en la fe de sanar a su hijo de la maldición que lo marcaba, ofreciéndose incluso a fervientes penitencias con tal de lograrlo.
Cada domingo llevaba al pequeño Peter a misa, obligándolo incluso a confesiones semanales y a pasarse horas enteras en oración junto a ella.
Un día Perla Willemberg hizo prometer a su hijo ante el altar de Dios que jamás volviera a sacar aquellas deshonras malignas qué le nacían de sus espaldas. Hizo prometerle que si un día volviera a hacerlo, la considerara muerta y él, indigno siquiera de recordar su amor y protección.
El pequeño Peter Willemberg, por la paz espiritual, y por sobre todo por el amor de su madre, le hizo aquella anhelada promesa que Perla Willemberg deseaba oír.
Rudolf y Paul Neubauer habían sido muy amigos de Peter Willemberg desde muy pequeños. Eran inseparables y lo compartían todo hasta que un día no muy lejano, en el ocaso de aquella misma infancia, la amistad de Rudolf fue tiñéndose de malas intenciones al percibir en Peter los poderes reprimidos que lo consumían. Poderes iguales a los suyos. Incluso mucho más.
Rudolf poseía ambiciones y desde luego era consciente de todo lo que podía lograr con sus poderes unidos a los de su amigo Peter si el mismo aceptaba la propuesta que tenía para él
Las promesas de Peter Willemberg hechas a su madre poco o nada le importaron a Rudolf Neubauer y con asfixiantes persistencias intentó persuadirlo para que deshiciera aquellas promesas. El joven Peter nunca desistió de la misma y con gran valentía e ímpetu se negó a formar parte de aquellas maldades que consumían a Rudolf quien envuelto en sus malos instintos no cedió a las insistencias.
Si había que convencer a Peter Willemberg a las malas y de la peor de las formas, el engendro de Rameel lo haría sin la mínima contemplación.
Un día, durante una de las fiestas de la vendimia celebrada en el valle de Katz al cual había sido invitada la familia Willemberg. Klaus, su esposa Perla y su hijo Peter, una inesperada desgracia teñiría sus vidas de sangre cuál vino derramado del cáliz a la pureza de las arcas de todos los bienes celestiales.
Por aquellos tiempos, el joven Peter Willemberg había decidido romper cercanías, y por completo su vínculo de amistad con Rudolf Neubauer, no así con su hermano Paul Neubauer con quién misma amistad yacía fortalecida. Ambos jóvenes habían subido en compañía de Katherine Neubauer y un par de amigos más a la azotea que poseía la mansión de Katz, para disfrutar un poco desde allí de la maravillosa vista de la vendimia mientras conversaban y disfrutaban de bocadillos y refrescos.