Existe un día, una fecha en el calendario, que llena mi mente de recuerdos, puedo decir que unos son buenos, y los otros en realidad no lo son tanto; pero he de admitir que de no tenerlos sería como un libro en blanco: sin rumbo, sin pasado y sin destino… Como cada 19 de junio, me acerqué al pasado una vez más, trataba de encontrar en el presente un instante de lo que ya no volvería, un momento que me hiciera presenciar lo antes vivido.
Al mirar el reloj las manecillas apuntaban las cuatro con quince de la mañana, y aunque parecía temprano, para mí era un poco tarde, pues el día había iniciado y solo me quedaban 19 horas con 45 minutos de ese 19 de junio. Reaccioné lento y un poco desesperado. Caminé hacia el armario y tomé de entre los trapos limpios el mejor de mis atuendos. Al asomarme por la ventana me percaté de que el sol todavía no había salido: el cielo era azul oscuro, casi morado. La situación estaba controlada, tenía todo preparado y lo único que debía hacer era salir y caminar unos pasos al que ese día sería mi destino.
Caminé por el cuarto, después por el pasillo y bajé las escaleras. Me topé con un millar de portarretratos sobre los muebles de la sala y busqué su rostro sin tener éxito. La luz de la cocina alumbraba la sala, ese lugar donde los muertos volvían a la vida cuando el sol se ponía. Desconocí los sillones, me deslumbró el candelabro y quise encontrar un recuerdo que involucrara esas ventanas, pero mi mente se aferraba a esa otra imagen de una sala que quizás no era esa.
—Discúlpeme, señor, no lo miré —mencioné al toparme con un anciano.
Era un hombre de piel arrugada y cabellera blanca; se veía acabado. La palabra dolor se marcaba en su frente. Lo miré, no por uno o dos segundos, sino por el momento que me llevó analizarlo de pies a cabeza. Sentí lástima.
—¿Está perdido? —pregunté asustado―. ¿Cómo entró en la casa?
Me miró con desconcierto y guardó silencio, como si por alguna razón no hubiera mejor respuesta que aquella.
—Presiento que no responderá, ¿verdad? —dije dando unos pasos hacia atrás—. No tengo tiempo para llamar a la policía. Por favor, le pido que se retire.
El hombre se rio de mí con inocencia, parecía disfrutar mi cara de asombro y espanto. Yo seguía sin entender su extraña expresión. ¿Quién era ese hombre loco y arrugado? Me llené de valor y di un paso hacia él, pero hizo lo mismo. Intenté alcanzarlo, pero imitó mis movimientos. Le hablé con fuerza, pero las palabras me golpearon a mí y no a él. Di un paso más hacia él.
—¡Quién rayos eres! —grité con desesperación.
Su sonrisa se transformó en molestia. Sus cabellos canos se volvieron castaños. Su rostro era el mío. Lo vi transformarse de anciano a joven como si fuera un monstruo. Miré el tiempo en su mirada, en sus gestos y en toda su cara. Lo vi y me vi. Mis manos y las suya eran las mismas. Sentí un golpe muy fuerte cuando se dibujó el brillo del cristal en su vivaz rostro, acerqué mis manos para tocarlo, pero lo único que sentí fue el cristal golpear contra mis dedos. Era un espejo. Miré la vida pasar frente a mis ojos. Nos vi cambiar, envejecer sin poder evitarlo. Sentí tantas palabras cruzar por mi rostro que una sola frase me transformó en un viejo y entonces recordé que la imagen del anciano que veía en el cristal era mi reflejo.
Había olvidado de nuevo lo que era: un viejo. ¡Solamente era un viejo! ¿Qué había sucedido con aquel chico de diecinueve años? El tiempo había posado sobre él, dejando en el presente a un anciano que apenas podía moverse. Daba miedo observar a ese viejo en el que me había convertido. Me llenaba de ansiedad mirar que el tiempo había pasado y sentir que me encontraba atrapado en un cuerpo inservible; comprender que no podía salir de una jaula sin barrotes ni candados; darme cuenta de que la prisión era mi piel y la condena, seguir respirando.
Cuando salí de casa, sentí el frío de la madrugada calarme en los huesos. Era verano, pero quién le impedía al clima jugarme mal uno que otro día. El camino era cansado, solo eran unos pasos, pero dolía darlos. Huesos, mis huesos. Malditas reumas. Tiempo. El tiempo dañaba mi cuerpo. Dolía, pero tenía que admitir que valía la pena avanzar. Todo había cambiado, lo único que seguía igual eran las huellas de mis zapatos en la tierra. Ya nada era como antes, todo me hacía sentir como un viejo, desde la risa de los jóvenes, el color de los árboles, la fresca brisa de la mañana y, sobre todo, ese pedazo de madera a medio caerse.
Seguí caminando. Seguía ahí y jamás se iría. Ese madero flotante era lo único que no me abandonaría nunca. Me aproximé al muelle, estaba en el mismo lugar de siempre, con su cerco quebrado y sus tablones flojos, podridos y acabados. Casi se desmoronaba el Destino de destinos. Si lo hubieran visto, si solo se hubieran sentado una sola vez sobre él. Allí se podía sentir la vida entera.
Caminé sobre él, sentí mis pies aferrarse al suelo. Sentí las palabras haciéndome caminar. Se podía ver todo desde ahí. ¿Destino de destinos? Ese era el nombre que le dieron cuando los barcos, lanchas y botes lo utilizaban. Según contaban, había sido un muelle muy popular por el año 1960, años más, años menos. Los botes se acumulaban alrededor de él, todos lo procuraban; era el destino de todos los botes del pueblo. Pero, como todo en esta vida, la gente fue olvidándose de aquel pequeño pedazo de madera, de ese aburrido muelle de Detroit Lakes.
Se decía que el DDD había estado ahí desde que Colón descubrió América, era mentira; otros decían que Noé lo usó para estacionar su arca, pero tampoco era verdad. De lo que sí estoy seguro, es que el DDD presenció una de las más grandes historias que han podido existir, pues este mismo unió a la pareja; él hizo que se vieran por primera vez. ¿Que si cómo lo sé? Bueno, eso es fácil de explicar: soy la única prueba que queda de ello.