Las reglas del destino

• Capítulo 4: Corazones de acero

El tiempo nos envolvió en su monótona y aburrida rutina por lo que parecieron semanas. La vida consistía en comer en algún restaurante barato y ordenar una pizza al atardecer. Recuerdo la sensación de derrota que me quemaba en toda la frente; creía que todos sabían lo que me había ocurrido: una chica de nombre 'Sandy' me había golpeado en las pelotas. Las sábanas de mi cama se volvían grandes y pesadas por las noches, me impedían respirar y moverme, por lo que solo podía pensar en aquella chica de ojos avellana. Me desesperaba no saber dónde guardar todo el fastidio que se acumulaba en mi entrecejo. Quería verla de nuevo.

Y entonces ocurrió. Pasó un sábado, 3 de julio, a las seis de la tarde. Una nueva cafetería abrió sus puertas varios días atrás. Se llamaba Café tres chicos, pero los chicos le decían C3C. Era un lugar donde los jóvenes pasaban las tardes tomando café y las noches cantando en el karaoke; también era un lugar con área de lectura, porque, en efecto, era un sitio para tres tipos de chicos. Sí, todos amaban el Café tres chicos, me incluyo entre ellos. Y, como les decía, pasó un sábado tres de julio: la volví a ver.

Estaba sentado en una de las mesas del área de comida, el área naranja; admiraba la decoración del lugar: veía las cortinas de colores que caían desde el techo hasta el suelo y las escandalosas lámparas que colgaban sobre las mesas. Leía la cartilla de postres y me embriagaba con el aroma del café, lo cierto era que nada de lo que venía en el menú sonaba atractivo, pero las meseras paseaban por allí con pantalones cortos. Pensaba en una y mil tonterías. Una mesera con cabello claro y ojos grandes me había estado observando desde unos minutos atrás. Pensaba, y mis pensamientos iban y venían, igual que los jóvenes entrando y saliendo de la cafetería. Pensaba, y en realidad no pensaba en nada.

—Café en las rocas y pastel de moras. —Escuché una voz justo frente a mí.

—Yo no ordené esto —mencioné al ver el plato sobre la mesa.

—Me pidieron que trajera esto a la mesa doce y esta es la doce —señaló justo en el momento en el que volteé a verla.

No recuerdo qué cara puse, si me llené de asombro o quizás abrí la boca como idiota, no lo recuerdo. Lo único que sé es que sonreí y ella evitó mi mirada, frunció los labios, el ceño y todo el rostro. Golpeó la mesa con la pluma un par de veces y sacudió la cabeza, después sonrió, pero pude notar que se esforzaba demasiado.

—Sandy —mencioné, como si sacara su nombre de una urna—. Vaya, vaya...

—Ese es mi nombre, lo dice mi gafete —dijo señalándolo con la pluma.

Sonreí, como si no hubiera otra cosa mejor que hacer. Solo sonreí y dejé que el silencio se apoderara de todo. Pensaba que detrás de todo su rostro hecho nudo, ella se moría por besarme.

—Bueno, supongo que eres otro en la lista de Andrea —giró y la señaló con la pluma casi en un segundo, después volvió a verme—. La comida corre por cuenta de la casa.

Dicho esto, giró sobre sus talones sin dejar de ver la libreta que tenía en las manos y dio dos o tres pasos antes de que mi voz se encargara de detenerla.

—¡Ey! Espera, Sandy —dije sin entender lo que pasaba.

Volvió hacia mí y me miró con una extraña sonrisa. Se detuvo y puso la pluma sobre la libreta. La vi sin decir una palabra en lo que corrió un minuto, esperaba que ella dijera algo, pero lo único que salió de sus labios fue:

—Perdón, ¿gustas ordenar algo más?

—¿A caso no me recuerdas? Soy yo —mencioné con el mismo tono de voz que parecía enredarse en mi garganta antes de salir.

—¿Y tú eres? —preguntó alargando las palabras.

—Nos conocimos en la fiesta hace unos días...

—¡Ah! Eres ese chico, ¿David? ¿Daniel? —chasqueó los dedos al pronunciar cada uno de los errados nombres.

—Soy Dean...

—¡Oh, cierto! —Me interrumpió—. Sabía que tu nombre sonaba de forma singular, tú sabes "Deeaannn" —cantó.

Su comportamiento me entró por la nariz y se alojó en mi frente, causándome una enorme desesperación. No entendía por qué se comportaba de esa manera. No sabía qué le había ocurrido a la linda y fastidiosa niña del lago. Sin embargo, bajo aquella agitada apariencia y sus enormes ojeras, solo podía pensar en lo linda que se veía usando cola de caballo.

—Debí venir antes a este lugar —dije recordando el juego—. No sé por qué dejé pasar tanto tiempo antes de venir a probar "las deliciosas recetas de la abuela Keller". —Leí el encabezado del menú.

—Pues, ya lo sabes, puedes regresar cuando gustes —exclamó con un falso entusiasmo—. Y no lo olvides, aunque la comida corre por cuenta de la casa, la propina es una excelente manera de agradecer un buen servicio.




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