Las reglas del destino

Capítulo 6: Gotas de luz en la oscuridad

Mi madre siempre decía que los sueños son para los perdedores, las metas para los optimistas y los triunfos únicamente les llegan a unos cuantos, a personas como nosotros. En ese tiempo que había pasado con Sandy, me daba cuenta de que mi madre estaba muy equivocada, solo deseaba ver la realidad a su conveniencia, puede que haya nacido en cuna de oro, pero nunca había obtenido triunfos, ya que nada de lo que obtenía la hacía feliz.

Un sueño es esa parte del futuro que anhelamos suceda y planeamos de tal manera que jugamos con nuestra mente y actos; es un pequeño fragmento de perfección que nos inspira a seguir adelante. Un sueño, eso era lo que se creaba en mí. En aquellos últimos días me había sorprendido soñando con mi futuro, había encontrado a ese joven anhelando un día más al lado de la chica Tinley.

Las últimas dos semanas pasaron de la misma forma en la que pasaron aquellos días en los que Dean no estuvo. Mientras Dina movía los papeles para que pudieran aceptarme en la preparatoria, yo seguía con mi trabajo en la cafetería, recibía una llamada diaria de tía Susan, tío Garret o de la señora Morrison; tía Susan siempre me preguntaba por mi empleo, tío Garret hablaba de la nueva escuela y la señora Morrison me preguntaba por los chicos. Vivía en Detroit Lakes, pero tenía a cuatro personas cuidando de mí, aunque tres de ellos no estuvieran a mi lado.

Por otro lado, Jake me había acompañado a casa en casi todas esas dos semanas; siempre sucedía lo mismo: caminábamos por el parque en silencio, nos deteníamos en una u otra banca para conversar y me tomaba de la mano por cinco segundos antes de que yo lo soltara y me adelantara unos pasos. Las pláticas siempre eran las mismas, los mismos gestos nos involucraban en una bochornosa escena y concluíamos un con beso en la mejilla dos calles antes de llegar a mi casa.

—¿Por qué le pones un alto a todo? —preguntaba haciéndose a mi mano—. ¿Qué es lo que te detiene?

—¿A qué te refieres?

—Parece que no haces lo que deseas, solo actúas por el bien común.

Caminé hacia el otro extremo de la banca y me senté, observé a tres jóvenes que jugaban baloncesto, me hice la misma pregunta, me pregunté cuáles eran mis razones, las que tenía para mí y no para los demás: la respuesta era la misma de siempre. Fijé los ojos en ese chico que me acompañaba y me di cuenta de que dejaba de ser el chico tonto de la cafetería, incluso sus defectos comenzaban a volverse parte de su personalidad; la única respuesta era esa que había estado atormentándome desde varios años atrás.

—El bien común... —pronuncié—. ¿Me conoces tanto como para decir que actúo por el bien común?

—No...

—Entonces no sabes qué es lo que quiero y qué no. Si piensas que deseo estar contigo y me pongo altos, quizá debas conocerme más

Esa noche recordé a mamá, a papá y a la abuela Clarisse; reviví el momento en el que los recuerdos no eran tales y lo único que tenía era ese presente. Llevé mi vista a ese pedazo de vida que se había visto consumido por el tiempo, deseé ser ajena a las manecillas del reloj y regresar al instante en el que mi madre bailaba jazz por toda la casa con la escoba y papá llegaba todos los días a las tres de la tarde para comer con nosotras. El olor de la madera era lo que estaba más presente en mis recuerdos, el olor a madera recién pulida y a familia. Después, mi mente solo veía a una niña triste en una casa oscura, con santos en estanterías y cuadros de ángeles; los cuartos oscuros de esa otra casa serían los que le darían ese toque melancólico a mi vida; el aroma a sopa y a ropa vieja me haría salir corriendo una y otra vez a la escuela de música más cercana; el recuerdo de la abuela Clarisse, con su larga trenza y anillos enormes, faldas de color oscuro y enormes bolas de estambre en las manos, eso era lo que siempre viviría en mi mente. Aquel recuerdo se volvía solo una imagen que tendía a cambiar conforme pasaban los años, quizá después solo vería a esas tres personas como algo, algo sin rostro, solo tres nombres. Les temía a los recuerdos, al olvido. Me daba mucho miedo olvidar y que todos se olvidaran de mí. Sucedería más temprano que tarde. Solo quería que alguien me recordara cuando ya no estuviera.

Tomé uno de los cuadernos negros y le coloqué una etiqueta, después escribí "Jake Roberts" con un plumón negro y tomé una pluma para escribir un poco sobre él. "Los famosos cuadernos de la niña Tinley", decía tío Garret cuando entraba a mi habitación y me veía con uno de ellos en las manos, "un día de estos leeré lo que escribes", pero bien sabía que no sucedería nunca.

En realidad, no me gustaba escribir, de hecho, no era muy buena haciéndolo, tenía faltas ortográficas y mi redacción no era la mejor, pero tenía la tonta teoría de que, si escribía sobre las personas, sobre aquellos que me rodeaban, los recordaría siempre así, como fueron.




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