Las reglas del destino

Capítulo 7: Un pequeño romance

Apostaría a que cada romance que empieza con mucha pasión, amor y todo aquello cursi que tiende a haber en cualquier relación de adolescentes, termina más rápido que cambia un semáforo de verde a rojo. Desde la llegada de los hombres a la tierra, según mis locas teorías, las relaciones amorosas terminaban por la monotonía de un beso cada mañana; el amor no puede ser tan grande como para durar hasta el fin de una existencia ¿no? ¿Qué clase de loco puede amar con tal intensidad para dejar a un lado todo aquello que quiere y dedicarse por completo a un acto ruin y despreciable como "amar"?

Me encontraba dentro de uno de esos episodios piloto donde todo es lindo, el drama no llega sino hasta antes de que inician los créditos. Aquellos días habían sido como una novela rosa de algún escritor románticamente frustrado y solterón: besos, besos, abrazos, palabras dulces y empalagosas ¡Buena vida! Teníamos menos edad que cualquiera de los protagonistas de esas películas dramáticas en las que hay finales felices, por ello no me preocupaba mucho si ese "noviazgo" comenzaba a parecer serio, ya que sabía que mis sentimientos hacia ella terminarían antes de que cumpliera sus adorados dieciochos años.

Sí, sí, sí... los besos y los abrazos seguían, la tomaba de la mano y sonreíamos: historia cursi y melosa. Todos creían que nuestras vidas marcharían juntas hasta que nuestros cabellos se volvieran canos y nuestros dientes no fueran tan nuestros como antes. Temía que todos se equivocaban, ya que Sandy Tinley no sería por siempre la dueña de mi tiempo.

Cuando comenzó septiembre y la gente de poca edad volvió a la escuela, comprendí que mis días no eran tan buenos como pensaba. Los colegiales volvían a la preparatoria, las llamadas repentinas de mi madre en busca de mi persona comenzaban a ser más frecuentes, y por supuesto, ese sentimiento de terror se volvía cada vez más grande. La leona empezaba a despertar.

Diré que en esas fechas aún no sabía mucho sobre cómo funcionaba eso de tener una novia, pues, aunque tenía mis buenos veinte años, no estaba impuesto a durar más de diez días con una sola chica. Hacíamos lo que normalmente hacían los jóvenes de esas fechas: salíamos al cine, caminábamos por el parque tomados de la mano, nos desvelábamos hablando por teléfono y nos veíamos a diario en la cafetería después de que sus clases terminaban. Peleábamos por pequeñeces sin sentido, diré que casi siempre estábamos discutiendo por algo que no era importante, nunca estábamos de acuerdo en nada: si yo decía vainilla ella decía chocolate, si yo decía noche ella día, si yo la besaba ella me golpeaba... Tinley era una cajita de sorpresas tan asombrosa que lograba hacerme exasperar a tal grado de que siempre terminaba por buscarla, por ceder. Peleábamos para después reconciliarnos y empezar todo de nuevo. Éramos más o menos la pareja perfecta: dos lindos jóvenes "enamorados" que compartían un empalagoso lapso de sus existencias. Sandy y Dean se convirtieron en eso en lo que nadie y todos quieren convertirse: una pareja.

Algunos decían que lo nuestro terminaría cuando las clases volvieran a estresar nuestras mentes, otros mencionaban que nos casaríamos en una pequeña capilla acompañados por amigos y familiares; la verdad era que no me importaba si lo nuestro duraba un mes o cinco años, inclusive toda la vida, a nadie le incumbía si aquello que ocurría entre los dos era real o solo una fantasía.

De una u otra manera volver a la escuela fue un paso duro en ese largo y estrecho camino, ya que eso de volver a hacer amistades, aprender sobre nuevos libros y conocimientos no me venía en gana últimamente. La frustrante mañana de aquel primer día de clases fue igual que todos aquellos primeros días de clases en una escuela nueva, que para ser exacta aquella era la tercera preparatoria a la que asistía. Rostros nuevos, voces diferentes, también los olores y la forma en la que se expresaban las personas: con eso me daba cuenta de que ya no estaba en Dallas, Texas.

Para mi fortuna Jake asistía a dos de mis clases, Sean a dos más y Andrea estaba en todas ellas. Como es obvio, los rumores de que había una nueva alumna en el último año corrieron de la misma forma en la que lo hizo el rumor de que era buena con la música, pues, al entrar a la clase que llevaba el mismo nombre, el profesor comenzó a hacerme notar entre los presentes.

Cristóbal Santorini era un hombre de unos cincuenta años, su cabello era completamente gris y tenía una mirada apacible, sus ojos azules siempre permanecían quietos, mirando a quien tenía la palabra. Nos miró a todos y volvió la vista hacia mí, me apuntó con una curiosa varita de cristal y me hizo hablar, preguntándome sobre mis habilidades artísticas y sobre mis anteriores maestros de piano y violín.

—Interesante —mencionó después de un minuto de silencio—, muy interesante. Usted compuso Mariposa en la luna, escuché de ello.

—Así es, profesor —mencioné un tanto nerviosa—, hace cuatro años.




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