Las reglas del destino

Capítulo 8: La promesa

Es horrible, ¿saben? Despertar un día y sentir que nada es como antes; no saber qué es lo que deseamos. Somos jóvenes. Creemos tener todo, creemos saber todo. Nuestras vidas cambian, nos golpean, intentan hacernos creer que podemos con esto y aquello, con lo que nos falta y nos sobra. Somos el centro del mundo. Todo llega a nosotros. Todo nos rechaza. El mundo cambia. Nuestra vida cambia. Se destiñe, se pinta, moldea, nos muerde, acaricia, nos escupe y sonríe; nos hace creer que podemos con todo, pero al final nos abandona de la misma manera en la que llegó: con un golpe, uno tan fuerte que no podemos ni recordarlo.

Apagué el despertador y miré hacia arriba, más allá del techo. Sentí el sudor que me recorría el cuello hasta llegar a la almohada. No hacía calor, solo sudaba. El tic tac de nuevo, esas manecillas golpeando mis tímpanos. El tic tac, la canción más despreciable para el que ha dormido mal. Los párpados calientes, el sabor amargo de una mala noche en la boca. Estaba cansado, aburrido. Esa imagen angelical no me provocaba ganas de levantarme esa mañana. Sentía la necesidad de volver a casa, de regresar a esa tediosa oficina para después salir a tomar una cerveza con alguna chica de la recepción, quizás un poco de sexo y regresar a casa para hacerlo de nuevo al día siguiente. Pero no hacía eso, solamente estaba ahí, tirado, mendigando uno que otro beso de una chica, de una joven tan pequeña y delicada que su pureza posiblemente volvería puro a mi amigo. Me encontraba teniendo que trabajar para conseguir lo que ya tenía en casa, donde todo iba hacia mí.

La vi después de clases, como en todas esas tres semanas que había estado perdido en ese aburrido pueblo, sin embargo, ese día se presentaba con mal aspecto. Su piel grisácea me mostraba las venas de su frente, tenía las manos frías y unas enormes ojeras; llevaba el cabello mal peinado y la voz tan distante por las pocas palabras que emitía su boca.

Estábamos en mi auto, apenas subió, puso las manos en el tablero y se echó a llorar. No supe por qué y tampoco quise preguntar; lloró en silencio por unos cinco minutos antes de detenerse y agradecerme sin motivo alguno. Lloró en silencio sin decir una palabra.

—Gracias —mencionó después de un rato.

Después de eso bajó del auto y comenzó a caminar; la miré por unos segundos sin saber qué hacer. Por un momento pensé que estaba loca, como todas las mujeres, pero luego bajé del auto y asumí el papel de novio. Caminé a su lado y la tomé de la mano, pero tampoco dijo nada, solo siguió caminando sin mirarme. Le dimos la vuelta al estacionamiento dos o tres veces antes de volver al auto sin decir una palabra, luego ella volvió a hablar.

—Gracias... —dijo de nuevo—, por no hacer preguntas, estoy harta de ellas... Por favor, solo vayamos a tu casa como siempre.

Así que asentí y la llevé conmigo a comer y no dije nada, ella parecía necesitar silencio. Fuimos a casa, nos recostamos en silencio y contamos las grietas de la pintura del techo en nuestras mentes. Después de un rato ella se quedó dormida y yo la abracé esperando que se sintiera mejor, unos minutos después también me quedé dormido. Cuando desperté ella me observaba y acariciaba mi cabello con sus pequeñas manos.

—No quería asustarte —susurró.

—Tú no asustarías ni al más pequeño animalito en el bosque.

—Disculpa si eché a perder tu día —dijo cambiando el tono de su voz—. Hoy no fue un buen día para mí... Quizás... Bueno... Es algo estúpido... —titubeaba—. Tal vez pueda compensarte invitándote al baile conmigo el viernes.

Pensé en todas las posibles maneras en las que ella podía compensarme ahora mismo, sin embargo, no pude resistirme a su tierna forma de pedirme que la acompañara al baile de bienvenida.

—Me encantaría.

Después de eso la llevé a su casa. Fue como si nada hubiera sucedido: me dio un beso, me dijo que me quería y después entró. Dina la esperaba mirando por la ventana, me apuntó con su dedo y frunció el ceño. La luz de su habitación se encendió segundos después y luego, poco antes de arrancar el auto, ella se asomó por la ventana y dijo adiós con la mano, como todos los días.

Regresé a casa y me tumbé sobre la cama, cansado e intensamente asqueado por todo, por ella y por mí y por lo que no hacía. Sandra era solo una niña, una niña tonta y linda, y yo era un gran, gran idiota. Seguía contemplando las grietas del techo pensando en irme de allí sin causar una explosión, pero luego pensaba en ella y en la idea de un día más. Estaba parado sobre una superficie que se hundía y se hundía.

El teléfono sonó una o dos veces, harto de ello, levanté la bocina y escuché la voz de una mujer que hablaba de forma profunda y lentamente, no me tomó más de dos segundos saber que era mi madre; me tumbé a la cama con el teléfono pegado en la oreja, seguí escuchando con los ojos cerrados.

—Tarjetas de crédito y privilegios, si no estás aquí la próxima semana, créeme, Jason, todo lo que tienes será donado a alguna fundación...




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