Las reglas del destino

Capítulo 11: El tango de noviembre

Aquel día desperté. El sudor me bañaba desde los pies hasta la punta del cabello. No pude mencionar palabra alguna antes de sentir un pesar muy grande en el pecho; mis manos se pusieron tan frías que pensé que mis dedos comenzarían a verse morados. Miré todo como serpentinas y confetis de colores blanco y negro, miré el techo caer sobre mi rostro una y otra vez, subiendo y bajando hasta dejarme tendida sobre mi cuerpo frágil. Tuve un poco de miedo, claro, pero aquello no me impidió fantasear con mi muerte; sin embargo, poco a poco recuperé el sentido, el mareo desapareció y extrañamente me dolió saber que seguiría un día más.

Sin importar cómo me sentía ese día, regresé al trabajo. Era sábado, 13 de noviembre. El clima de aquel día era fresco y húmedo, afuera caía una fría llovizna, de esas que solo murmuran sobre la piel y se alejan sin dejar huella alguna sobre la ropa. Las tazas de café se llenaban y vaciaban dejando marcas sobre las pequeñas mesas coloridas de la cafetería; los panecillos se volvían migajas sobre la barra, sobre el suelo y sobre mi ropa ya hecha de harina y azúcar. Miré tantos rostros ese día que bien puedo decir que casi todos eran el mismo pálido y sin chiste manojo de carne y huesos; la voz de Andrea retumbó en mi cabeza casi como un eco a lo lejos que se volvía grave, muy grave y al mismo tiempo agudo, como un monstruo queriéndome despertar. Y entonces lo vi.

Miré desde lo lejos una cabellera castaña ondearse fuera de la cafetería y acercarse de a poco a la puerta principal, mi primera reacción fue apretar uno de los paquetes de galletas que tenía en las manos y después querer salir corriendo. Sin embargo, su presencia solo estimó la puerta y empezó a alejarse después de saludar a dos chicos. Dejé lo que tenía en las manos sobre la barra y codeé a la multitud que estorbaba para aproximarme lo más rápido posible a la salida. Sentí el fresco rocío de ese día golpearme el rostro y luego detener mi cuerpo como un brusco golpe.

—¡Jared! —dejé salir un grito desesperado.

Los Dutson llegaron a nuestra casa para hacerla aún más insoportable. La señora Dutson, Carolain, tenía la voz más insoportable que jamás había conocido, es por ello que trataba de estar el menor tiempo posible en la misma habitación que estuviera ella. El señor Dutson no pronunciaba palabra alguna a menos que su esposa se lo autorizara, era, según mi madre, el collar de perlas más costoso que la mujer poseía. Pero lo peor de esa familia era, sin duda alguna, la hermosa hija de los Dutson, tenía 16 años y poseía un físico demasiado privilegiado, era la muñequita de su madre. Avril era lista, se notaba en su forma de hablar, pero era lo peor que podía tocarme de las visitas de los Dutson, ya que parecía que entre Samantha y Carolain habían arreglado algo así como un matrimonio entre los dos, un matrimonio que no se daría nunca.

Los veía mover los brazos y la cabeza al modo que mi madre se los pidiera, eran marionetas de madera hueca y resplandeciente. Desde la sala les echaba un ojo para evitar tener contacto con ellos, Clarisse aprovechaba para crear vínculos, pero la señora Dutson no dejaba de fruncir la nariz siempre que ella hablaba. A mi madre no le importaba el tango que se bailaba sobre su mesa. Pensé en mi dichosa vida de lujos, pensé en los automóviles que estaban estacionados en la cochera y en las joyas que Samantha guardaba en la caja fuerte, mastiqué todo aquello con hermosas lágrimas recorriéndome el recto. Aquellos se desvivían solo por un poco de lo que nosotros teníamos. Era graciosamente vergonzoso.

—Jason, cariño —me tomó la mano Clarisse —, tu madre te hizo una pregunta. —dijo con la voz más cariñosa con la que alguna vez me había hablado.

Me pasé el bocado que tenía en la boca y le di un gran sorbo al vino que escaseaba en la copa. No había escuchado nada de lo que habían hablado esa noche, solo había estado yendo de rostro en rostro simulando prestar atención.

—Lo siento, madre —dije tratando de ser amable —. Me temo que esta noche me ha importado un comino lo que han hablado y me he dado el lujo de ignorarlos. —levanté la copa.

—Cariño, por favor, sé un poco más amable —dijo Samantha desde el otro lado de la mesa, sin embargo, aquello solo le causaba gracia.

—Claro, madre —dije sin bajar la copa, sintiendo un leve cosquilleo en la mano gracias al alcohol que corría en mí —. Dígame, señor Dutson, ¿qué clase de calzones le ha elegido su esposa para esta noche?

Solo sentí una leve patada viniendo de Clarisse, la cual tenía el rostro hecho de vergüenza y coraje. Mi madre, por otro lado, sonreía aún más, aquello no podía darle menos gracia que a mí, ya que la única razón por la que conservaba la amistad de esa familia era para burlarse de ellos. Eran sus monitos amaestrados.

—Jason, creo que me has leído la mente —exclamó Avril rompiendo el silencio incómodo que se había creado —, justo iba a preguntarle a tu madre qué clase de ropa interior te eligió para la cena. La felicito, señora Rosen, el atuendo que ha elegido para Jason esta noche fue muy acertado; sin embargo, aun no entiendo por qué se empeña a no usar corbata.




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