No supe en qué momento inició todo, solo sé que pasó y no pude detenerlo. Aquel día empezó con dos jóvenes dándose a la fuga con una tonta idea en la mente. Teníamos reservación en un hotel de Perham, la ciudad donde nos esperaba la más grande de nuestras locuras. Sí, planeábamos casarnos a hurtadillas, teníamos la tonta idea de que, si lo hacíamos, lo nuestro se fortalecería todavía más. Éramos unos soñadores o quizás unos tontos, no lo sé.
Llegamos a Perham junto con los primeros rayos del sol de ese sábado, 17 de junio. Nos hospedamos en el hotel sin hacer ruido, como si de un juego se tratara. Sandy se quedó dormida durante unas horas, el viaje le había caído un poco pesado; yo, por otro lado, la contemplaba aterrorizado. Tenía miedo de lo que podía pasar, durante todo el viaje en carretera había pensado en la posibilidad de decirle sobre quién era realmente, y debía hacerlo, pero no sabía cómo. Tenía los minutos encima. La idea del matrimonio era la más estúpida que se me había ocurrido jamás. Dean Rosen no podía casarse con ella, porque Dean no existía. Salí a pensar durante un rato y le dejé una de las tarjetas de débito para que se comprara un bonito vestido, para que lo usara en el registro civil. Quería que todo fuera especial, aunque aquello se tratara de una simple fuga tan cliché como todas. Un mes antes había conseguido documentos falsos para poder realizar esa locura, pero ni así lo consideraba correcto. Sabía que hacer uso de esos documentos haría el problema aún más grande.
Jake y Andrea llegarían en pocas horas para ser los testigos, así que no tenía mucho tiempo para idear un plan, porque no lo había. Sabía que tenía que actuar de una vez si quería dar marcha hacia atrás, pero, ¿cómo hacerlo? Sandy estaba en esa habitación, soñaba con los planes que le había sembrado muy profundamente en su joven y tierna cabecilla. Y yo lo único que tenía claro es que no quería hacerla sufrir. "¿Cuánto tiempo se puede vivir en una farsa?", pensaba. "¿Cuánto tiempo puede jugar uno el mismo papel?".
Caminaba cerca del parque contemplando la fachada de las tiendas, la sombra dorada de aquel día que quemaba las tostadas hojas de los árboles que habían muerto en el pavimento. Todo era tan fácil de percibir, que comprendí que había dejado de ser aquel estúpido con una lista de nombres en la bolsa, y ya no era nadie, no era para nada un Thompson ni un Rosen. No tenía idea de quién era ahora.
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Desperté sola en la habitación, con los kilómetros de aquella carretera pesándome en el cuerpo y con la sensación de estar haciendo algo que no estaba bien. Salí a la calle a buscar una tienda de vestidos, pero temí que estuvieran cerradas a esa hora, así que vagué por allí para pensar. El matrimonio me parecía romántica y extremadamente artificial, pero la sola idea de no tener a Dean era inconcebible.
Los últimos meses habían servido para sentirme mejor. Había ganado un poco de peso y podía estar de pie tanto tiempo como quisiera sin marearme. Santorini me ayudaba con composiciones y me conectaba con profesores de universidades para ayudarme a elegir una. Andrea estaba saliendo con un Derek o un Samuel, daba igual, por lo que se había mantenido alejada por un tiempo y solo me hablaba cuando necesitaba un consejo. Dina, por otro lado, estaba tan pendiente de mí que parecía olvidar que no era su hija; pasaba la mayor parte del tiempo libre conmigo y nos acompañaba a Dean y a mí a comer cada miércoles, cuando descansaba. Los días de Dean, Santorini y Dina pasaban uno tras uno frente a mí junto con un puñado de pastillas. Aquel murmullo de situaciones dejaba un halo de cansancio en mí; la rutina se estaba volviendo para una forma de vida. Cuando eres joven, quieres serlo tanto como se pueda, quieres alargar ese momento hasta que ya no te lo permita la vida. Mi juventud parecía correr a grandes zancadas hacia una meta cercana.
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Entré a una cafetería para matar un poco el tiempo antes de tener que volver a ser Dean, cuando la realidad me encontró más rápido que yo a ella. Esa realidad calzaba zapatillas caras y tenía el cabello de color castaño claro y ojos verdes. Se acercó a mí sin recelo y tomó mi mano mientras se sentaba en el banquito de enfrente. Su sonrisa burlona y su incómodo silencio me golpearon tan duro en el estómago que ignoré el momento el que el derramé un poco de café en mis pantalones.
—Cariño, ¿Dean Rosen? —preguntó sonriendo —. ¿No pudiste encontrar un mejor nombre?
Bajé la mirada sintiendo una horrible sensación de miedo en el estómago y quité mi mano, que estaba debajo de la suya. Su pestilente perfume me despertó de golpe y me hizo sentir vergüenza por no estar usando una corbata. Me volví el mismo niño temeroso que siempre estaba a la defensiva en su presencia. Samantha Rosen siempre provocaba las mismas sensaciones en mí: horror y pena.
—Cielo, nunca hagas reservaciones con tanta anticipación si no quieres ser encontrado. Recuerda que aún puedo rastrear los gastos de tus tarjetas de crédito.