Las reglas del destino

Capítulo 17: Regla número ocho

Las llantas vibraban sobre el concreto con la misma sinfonía ensordecedora que mis manos provocaban sobre el volante. Tenía la sensación de no haber respirado desde el momento en el que subí al auto, y no encontraba la manera de hacerlo. No podía moverme, lo único que sabía era que mi pie presionaba el acelerador y que me dirigía nuevamente a Perham. Tragué saliva y parpadeé una y otra vez. Sentí un horrible escalofrío recorrerme el cuerpo y entendí lo que había hecho. Estacioné el auto tan rápido como pude y salí de él sintiendo que algo iba a explotar. La tierra crujía bajo mis zapatos negros, el sofocante aire de aquel día golpeaba mi rostro y los coches desfilaban uno tras otro por la carretera volviendo el momento todavía más estresante. Me sentí indefenso. Tuve la sensación de estar perdido, de haber olvidado el camino que debía seguir. La carretera empezó a dar vueltas. El ruido de los coches me golpeó una y otra vez como un panal de abejas, envolviéndome y haciéndome caer más y más. Todo giraba. Todo era nada y al mismo tiempo lo era todo. Me llevé las manos a los oídos y empecé a gritar como loco. Caí sobre las rodillas y seguí gritando tanto como me lo permitió la garganta; pero hacerlo no sanaba esa horrible sensación que se había creado en la boca del estómago. Agaché la cabeza y contemplé el suelo sin poder dejar de llorar; miré caer mis lágrimas que se mezclaban con las gotas de sangre que caían de mi ceja. Todo había terminado y me estaba matando saberlo. Las palabras retumbaban en mis oídos y la mejor manera que tenía para detenerlas era presionarme la cabeza con las manos y gritar tan fuerte para que el ruido me impidiera escucharlas. No sabía quién era, había perdido cualquier identidad que me hubiera inventado aquel pasado. Me arrepentí de cada una de mis palabras. Me odié por haber empezado ese juego un año atrás. Me odié por jugar con ella. Me odié aún más por haberla amado. Pero, sobre todo, me odié por ser Jason Thompson y no Dean Rosen.

Subí al auto y conduje al lugar en el que la había abandonado; presioné tanto el acelerador que pensé que el corazón se me saldría por la boca. Me estaba volviendo loco; no tenía palabra alguna que ayudara en mi defensa, pero haría todo lo que estuviera en mis manos para arreglarlo. Sin embargo, al llegar allí, ella ya no estaba.

Volví a tiempo con mi madre, mi simple rostro le bastó para estar segura de que había cumplido mi parte; después ella me entregó los papeles y prometió dejar a Sandy en paz. Pero no pareció importarle que no quisiera regresar con ella. Me quedé unos días en Perham pensando una forma para arreglar todo con Sandra, pero la única razón que encontraba eran mis sentimientos por ella. Cuando estuve listo para enfrentarme a la realidad, viajé a Detroit Lakes y la busqué, pero ella se había ido. Le pregunté a todas y a cada de las personas que la conocían si sabían a dónde había ido, pero era como si la tierra hubiera terminado con ella. Nadie sabía dónde estaba Sandy Tinley. Vagué por las calles preguntándole hasta a la última persona del pueblo, pero todos ignoraban su existencia. Un día, desesperado, sintiéndome impotente por no encontrarla, busqué a Dina y le rogué que me dijera a dónde se había ido, pero fue inútil.

—Debiste haberte muerto aquella vez —dijo antes de cerrarme la puerta en la cara.

Cada tarde iba al muelle y la imaginaba sentaba en la orilla, jugando con los pies en el agua. La imaginé tanto, que su imagen pronto empezó a hacerme daño, pero el dolor me hacía sentir vivo, me recordaba que la amaba. Así, los días en aquel muelle empezaron a volverse semanas, y las semanas meses. Me senté allí con la esperanza de que regresara un día a Detroit Lakes.

—Se fue, acéptalo. —escuché la voz de un joven aproximándose.

Volteé a verlo cuando se acercaba a mí con pena. Era tan escuálido que ni sus dos brazos juntos eran uno mío, pero lo que más predominaba en él era su espeso y rizado cabello negro. Jamás lo había visto, pero él parecía saber quiénes éramos nosotros.

—Volverá —dije lanzando una piedra al lago —. Siempre volvemos aquí. Tiene que regresar.

—Esta vez no.

—No lo sabes.

Se metió una mano a la bolsa del pantalón y sacó una pequeña cajita negra con rayas blancas. La reconocí inmediatamente, porque mi padre me la había obsequiado dos años antes de morir, y yo se la había dado a ella antes de fingir mi muerte. Tragué saliva y me pregunté si eso era prueba suficiente para pensar que todo había terminado.

—Tardaste demasiado en venir —dijo acercándola a mí.




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