Las exigencias y las extrañas ganas de acabarme de mi madre se habían calmado por un rato, hasta que Danna Cooper regresó a la ciudad. Mi madre pensaba que Danna era la mujer con la que debía casarme, ya que era refinada y su padre era socio de la cadena hotelera. Por las tardes la acompañaba a tomar el té y los miércoles desayunaban juntas. Los años la habían hecho más atractiva y le habían obsequiado un poco de humildad, por lo que podía tener una u otra conversación con ella sin salir corriendo. Coincidíamos de vez en cuando en la sala o en la cocina de nuestra casa o en el lobby de la empresa; le encantaba saludarme con un fuerte abrazo y un beso en la mejilla, y eso bastaba para que su aroma se impregnara en mi ropa por todo el día. Danna era agridulce o como una flor con muchas espinas, y su voz, su voz... Ella tenía un acento tan sexy que no importara quién fuera, siempre quería salir corriendo de allí.
El 6 de octubre de 2005, un compañero de trabajo, Leonard, y yo jugábamos un poco en un bar; competíamos por conseguir a la chica más sexy del lugar. En tres intentos fallidos, mi compañero de burlas había sido víctima de dos rubias de piernas largas y de una morena con acento irlandés; yo, por mi parte, me bebía el último trago de coñac, cuando la linda chica Cooper apareció en escena junto con una bella amiga, se acercó a mí y dijo a mi oído:
—Deberías decirle a tu amigo que esas chicas que está tratando de ligarse son pareja.
Le di un beso en la mejilla con todos los labios y coloqué mi mano sobre su espalda, me puse de pie y las invité a sentarse con nosotros. No quité mi mano de su espalda en ningún momento; el alcohol calentaba mi cabeza y su voz lo hacía aún más. Leonard se acercó a nosotros tambaleándose por las grandes dosis de vodka y se sentó junto a la amiga de Danna, ella le dijo algo al oído y él la llevó a otro lugar casi de manera inmediata.
—¿Qué fue eso? —pregunté boquiabierto.
—Eso, Jason, es lo que pasa cuando le dices a una de tus amigas que te deje sola con un hombre —respondió girando hacia mí y poniendo su mano sobre mi pierna —. ¿No crees que ya pasó mucho tiempo desde que estuvimos juntos?
Enarqué la ceja y dejé que me acariciara por debajo de la mesa. Las ocasiones en las que había estado con ella fueron solo para hacer infeliz a una persona. Recordé la sensación de mis manos sobre su piel y la firmeza de sus pechos desnudos rozando mi rostro. Teníamos 18 años, éramos unos niños cuando empezamos con el juego de las escondidillas. Nos escondíamos en mi habitación mientras su querido novio trataba de encontrarnos, y pasamos tantas tardes tratando de no gritar mientras nos escondíamos en algún baño o armario, que nos volvimos expertos en el arte del escapismo. Éramos un desastre.
No habíamos llegado a mi auto y ya estaba comiendo de su cuerpo. Caímos sobre el asiento trasero del coche y pude apreciar nuevamente el sabor de sus pechos. El recuerdo de una relación prohibida se proyectó en los asientos de aquella camioneta negra. Tuvimos sexo allí, sin temor a que alguien nos viera o escuchara. Sus gritos nos envolvieron y nos hicieron sentir más y más. Explotamos allí y en su departamento, y no dejamos de hacerlo en todo ese mes. Nuestro pasatiempo favorito fue vernos desnudos donde los cuerpos quisieran. Me volví loco por ella.
∞
Octubre tuvo nuestro nombre. Dustin llegaba por las tardes y se sentaba a escucharme mientras leía un libro, a veces se quedaba y otras veces se iba; unos días nos sentábamos en el jardín muy cerca el uno del otro, y hablábamos de nosotros o solo nos hacíamos compañía viendo pasar la tarde.
Dustin era un joven excepcional: estudiaba un doctorado en Literatura inglesa por las mañanas y trabajaba ayudando a la caridad por las tardes con un grupo de jóvenes en la universidad. Era educado y caballeroso, también era culto y considerado; su voz era agradable para cualquier oído y sus palabras tan bellas que sentía la necesidad de seguirlo escuchando. Cuando caminábamos colocaba su mano a la mitad de mi espalda y sentía su calor haciéndose a mí.
—¿Y quién es él? —preguntaba Sasha desde la cocina.
—No tengo idea, solo sé su primer nombre.
—¿Acaso no has aprendido nada? Cada que conoces a un hombre debes preguntarle su nombre y pedirle una identificación oficial, Sandra. —decía asomando la cabeza.
—Lo haré mañana, lo prometo.
Pero lo olvidaba por completo al estar en su compañía. Me hablaba de literatura y yo de música. A veces lo acompañaba a sus reuniones del grupo de apoyo y otras veces él aparecía de improvisto en los pequeños conciertos de piano. Se acercaba a mí tanto como yo se lo permitía y el único contacto que teníamos, aparte de su mano en mi espalda al caminar, era un largo abrazo al finalizar el día. Sus brazos me rodeaban por completo y me brindaban el calor que algunos días me impedía tener; me aferraba a su cuerpo por largos cinco segundos que extendía por una vida y besaba los latidos de aquel corazón que palpitaba al compás del mío. A veces su presencia me incomodaba solo por saber que, al estar en contacto con él, mi cuerpo se volvía loco y mi actuar era ajeno a mis decisiones. Él me hacía sentir tanto con su sola presencia, que el hecho de estar con él y rozar sus manos hacía que mi estómago tuviera extrañas descargas eléctricas. Me derretía en su sonrisa y reía sin sentido cuando Dustin lo hacía. Lo deseaba tanto.