Pasé aquella semana buscando los rastros que había dejado, pero lo único que pude encontrar fue la noticia de su partida. Me sentí debatido y comprendí lo que había hecho conmigo. Lo que sucedió en aquella habitación de hotel solo fue una venganza; se burló de mi sentir y recreó el juego que una vez protagonicé. Ella se había ido.
Busqué a Dustin y le exigí que me dijera a dónde había ido, pero él tampoco lo sabía. Me vi obligado a contarle sobre lo que habíamos vivido en la playa, más para que supiera las posibles razones por las que Sandy se fue, que para herirlo. No lo tomó nada bien, pero no arremetió contra mí, simplemente guardó silencio y dejó que su rostro lo dijera todo.
Y la seguí buscando, aún sin tener una respuesta, y sin saber que ella no quería ser encontrada. La busqué tanto como pude y lo único que encontré fueron las pistas que dejó para mí: ninguna.
∞
Regresé a Estados Unidos dos días después; tenía planeado el vuelo desde unos meses atrás, cuando Santorini me propuso empezar un nuevo proyecto en colaboración con algunos estudiantes de Juilliard, y lo que aconteció en aquellos días fue la mejor excusa que tuve para darle el sí y partir a América.
En la noche anterior, pude comprobar cuán distinto era Jason comparado con el Dean que una vez estuvo conmigo. Aún en el vuelo podía sentir la sensación del tacto de su piel rozando la mía; se grabó en mi mente su mirada fija y penetrante mientras estaba sobre él en la cama. Sus 27 años lo habían vuelto fuerte y le habían dado experiencia. En su rostro pude apreciar algunos signos de la edad, características distintas que se habían vuelto parte de él, como el vello facial que le brindaba una apariencia más varonil, dejando atrás ese rostro blanco y limpio donde predominaban las pecas sobre su nariz. El tacto fuerte de sus manos sobre mi piel y la sensación de sus labios recorriendo mi cuerpo me acompañaron en todo el viaje, junto con los alaridos de placer que aún tenía la necesidad de dejar salir de mí. Me desprendí de él con dificultad esa mañana, por mi mente se cruzó la idea de quedarme a su lado el tiempo que fuera necesario para olvidar la necesidad que tenía de él, pero no me podía arriesgar a quedarme y no poder partir.
Santorini me recibió con los brazos abiertos, junto con un grupo de estudiantes. Junio terminó de ser solo de música y rostros amigables. Nos reuníamos diariamente en un pequeño teatro que la universidad nos había proporcionado para poder realizar esa labor; trabajamos día y noche hasta poder estar en armonía y encontrar la melodía que mejor iba con nosotros. Por la mañana trabajaba con Santorini en las composiciones, en las tardes practicábamos hasta que se iba el sol y por las noches cenábamos en una cafetería cerca de la universidad.
Al principio, los estudiantes creían que el profesor Santorini y yo éramos pareja, porque me había brindado hospedaje en su casa; sin embargo, la relación que existía entre los dos era más como la de un padre y una hija. Jamás me había reprendido ni me había levantado la voz, y siempre estaba allí para apoyarme con consejos. Él buscaba para mí lo que nunca pudo darle a la pequeña Elena Santorini, su hija. La única hija que tuvo murió a los cinco años en las garras del cáncer, y un año después, se terminó su matrimonio con la flautista Claretta Lemore. "Tienes los ojos como Elena y la misma pasión por la música que Claretta", solía decirme.
Dustin hablaba dos veces al día, sin falta, y yo rechazaba sus llamadas la misma cantidad de veces. Su insistente afán de comunicarse conmigo terminó a principios de julio y Sasha no volvió a darme señales de él, fue como si su interés por mí hubiera desaparecido. Dolió como no tienen idea. De esa manera, los ingleses se quedaron en sus tierras y me convertí en la chica que tocaba el piano en Nueva York.
Vivíamos de música y del extraño sueño que compartíamos todos: la fama. Buscábamos trascender, ser escuchados. No obstante, cuando sabes que mueres, te das cuenta de que hay cosas que de verdad importan. Yo dejé ese sueño unos años atrás, mientras estudiaba en Londres, y empecé a perseguir uno todavía más disparatado: formar una familia. Por alguna razón, un día desperté sabiéndome ajena a mis sueños y teniendo muy claro que moriría antes de ser mamá; mi sueño era egoísta y también estúpido, pero nunca antes tuve algo tan mío al grado de darme un momento de satisfacción con solo pensar en ello. Quería ser madre, quizá por la idea de querer a alguien con intensidad y sin motivos, o tal vez solo por tener una familia. Quería dejar algo de mí en el mundo, algo que no fuera hecho de notas musicales.