Las reglas del destino

Capítulo 26: Amanecer

Nadie vio salir el sol ese día, pero amaneció sin que nos diéramos cuenta. Me senté en la sala de espera y pasaron los doctores y enfermeras, uno tras otro. Nadie se detuvo a observarme, ni siquiera podían percibirme allí. Sentía que no existía, porque deseaba desaparecer. Me recuerdo muriendo igual que en ese momento en el muelle, existiendo una y otra vez en un instante. Podía estar allí o allá y la sensación sería la misma. A veces, cuando iba a mi visita mensual con el médico, podía sentir lo mismo que en ese amanecer y terminaba llorando sin saber que aquel pasado ya no podía afectarme. Lo recuerdo todo y sigue doliendo de la misma manera, aunque ese presente hoy solo sea un mal sueño.

El reloj sonaba y podía escuchar los murmullos a lo lejos. Me refugiaba en el pasillo con la intención de que todos se olvidaran de mí. Lo único que quería era verla y saber que estaría bien, pero todos se empeñaban en negarme el acceso. Estaba sentado en el suelo, con la cabeza entre las rodillas y las manos sobre la nuca. Escuché los pasos de alguien dirigiéndose hacia mí; seguí con la cabeza entre las rodillas y respiré profundamente. Tenía miedo, sabía que todo aquello había pasado por mi culpa. Quería regresar el tiempo y detenerlo justo antes de pedirle a Andrea que la llamara; o quizá debí salir más temprano de la oficina para no cruzarme con mi madre; o, tal vez, quizá debía ir más allá, pero no sabía hasta qué punto.

—Sabía que te parecías a alguien, pero hasta ahora sé a quién —dijo la voz de un hombre.

Levanté la cabeza y miré a Cristóbal Santorini parado a un lado de mí. Hasta ese momento supe cómo sonaba su voz. Lo observé detenidamente; su cabello no iba con su rostro, debía tener alrededor de 50 o 60 años, pero tenía el cabello completamente gris. Se arrodilló frente a mí y sonrió por unos segundos.

—Jason Louis Thompson —mencionó lentamente—. Sandra me habló de ti desde que eras Dean Rosen. Fui un tonto al no poder identificarte. Quién lo diría.

Guardé silencio y seguí mirándolo, confundido y sin tener idea de lo que trataba de decirme. Había un extraño brillo en sus ojos, como si me reconociera de algún lado.

—Hace unos años, cuando daba pequeñas giras buscando un representante, conocí a un hombre en Las Vegas, Alex Evans; ambos teníamos más o menos tu edad, ¿25 o 26 años? —me preguntó—. Bueno, casi tu edad. Pasamos alrededor de dos semanas en casinos y bares; creí que éramos amigos y lo invité a pasar el verano aquí en Detroit Lakes, con mi familia. Jamás pensé que aceptaría, pero lo hizo.

Me incorporé un poco y seguí sin decir una sola palabra. No comprendía por qué aquello podía interesarme. Solo quería que cerrara la boca y se fuera con los demás a la sala de espera.

—Llegó el 19 de junio de 1975. Nunca olvidaré ese domingo de lluvia. Recuerdo que ayudamos a reparar el techo de la casa de los Dutson, mis vecinos. Allí inició todo. Él la conoció.

—¿Los Dutson? —pregunté confundido.

—Supongo que no sabes quién es Marion Dutson, ¿verdad? —dijo con un suspiro—. Ella se parecía mucho a Sandy: hermosa, inteligente y con un sentido del humor que... Bueno... —Guardó silencio y juntó las manos—. Siempre la amé, era dulce y gentil, pero Marion lo prefirió a él.

—Usted debe ser buen amigo de Jake, ¿no? —añadí con tono burlón.

—Supongo que el señor Roberts y yo tenemos eso en común.

—Pero, ¿qué tiene que ver eso conmigo? Digo, no es el momento de hablar del pasado...

—Marion y él tuvieron una relación que duró alrededor de diez años —me interrumpió—. Él se iba y regresaba cada dos meses y se quedaba unos días a su lado. Se le fue la juventud esperando que él le propusiera matrimonio, pero jamás lo hizo. A mediados del año 1978, desapareció y solo le envió cartas, y regresó después de cinco meses —se quedó un momento en silencio y cruzó los brazos, después volvió a poner las manos juntas—. En el año 1985, él no regresó y sus cartas no volvieron a llegar.

Lo miré fijamente y abrí los labios sin poder mencionar una sola palabra. Sentí un escalofrío recorrer mis piernas y detenerse en mi estómago. Santorini esbozaba una tenue y ligera sonrisa, era un gesto de conformidad, de fascinación.

—Se hacía llamar Alex Evans, decía vivir en Atlanta y dedicarse a ayudar a sus padres en una vieja fábrica de botas —señaló sin borrar esa extraña sonrisa—. Lo busqué tanto como pude, durante meses, pero no encontré rastro de ningún Alex ni de ninguna fábrica de botas de ninguna familia Evans. Lo busqué como loco para calmar el dolor que Marion sentía, pero no pude hallarlo.




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