Las reglas del destino

Capítulo 27: Historias enlazadas

Las teclas del piano sonaron día tras día, y los segundos se fueron volviendo horas y meses. El tiempo dejó de parecer relevante; todo dejó de tener sentido. Me vi sentada en un rincón de la casa de Dina, mientras la vida transcurría alrededor. Alguien me llamó, alguien más me observó y cantó para mí mientras no podía escucharlos. Los vi pasar y no pude detener el tiempo. Miré las hojas de los árboles pasar de verde a naranja y caer. A veces me sorprendía tras el piano sin poder detenerme; no escuchaba nada y no podía hablar. Mis dedos sangraban sobre las teclas, como llorando por no poder derramar más lágrimas. Sentía que estaba muriendo.

Habíamos perdido toda esperanza. Los señores Rosen partieron de regreso a Londres y Santorini volvió a Nueva York con los estudiantes. Y yo, en aquel rincón, seguí sufriendo por su ausencia, porque mis rezos no eran suficientes para traerlo de regreso a mí. La vida era tan injusta que su corazón no fue compatible conmigo, ni eso podía tener de él; no podía estar con él de ninguna manera. No poder oír su corazón de nuevo. Lo extrañaba tanto que dolía más que nada. Lo extrañaba hasta el punto de no querer hablar de nuevo si no era con él.

Me perdí completamente en aquella burbuja que había creado para mí. Algunas veces despertaba en medio de la noche y regresaba al piano para seguir tocando; solo así sentía que lo traía de nuevo a mí. En la oscuridad, en aquel momento de soledad, volvía a sentirlo a mi lado; lo imaginaba sentado junto a mí, susurrando las palabras sin sentido de algún poema de Bécquer. Moría con el sol y vivía cuando la luna se ponía en lo más alto del cielo. Aunque sus manos no pudieran tocarme y su rostro no fuera más que el vil reflejo de algún recuerdo, lo tuve a mi lado, y esa era la única razón que tenía para no seguir llorando. Sin embargo, cuando octubre terminó, empecé a sentir que el recuerdo que alguna vez tuve de él acompañándome en la oscuridad de algún ensayo se transformó en la soledad que sentía en la sala de Dina a mitad de la noche. Entonces, dejé de despertar a media noche y regresé a la rutina que alguien alguna vez eligió para mí.

A mediados de noviembre, caminaba cerca del lago, observaba las casas que desfilaban una tras otra alrededor y que se iban volviendo más y más grandes. Buscaba a Alejandro. Caminé cerca del DDD, pero apresuré el paso para no estar cerca de él y para llegar a su casa. Toqué dos o tres veces antes de que la directora Montoya abriera la puerta. Me miró sin poder reconocerme y cerró la puerta tras ella; frunció los labios antes de preguntarme quién era, y entonces pude comprender que ni él ni yo sabíamos exactamente quiénes éramos.

—Lo siento, querida, pero no sé quién eres —dijo la mujer echándose el chal al cuello.

—Soy amiga de Adán —respondí extendiendo mi mano—. Mi nombre es Sandra Tinley.

—¿Amiga? —preguntó apenas terminé de hablar e ignoró mi mano—. Mi Adán nunca tuvo amigos aquí, ¿cómo sé que no eres otra de sus tontas admiradoras?

—¿Admiradora? ¿Por qué habría de ser su admiradora?

—Ay, linda, mejor envíale un e-mail y espera a que responda. Él ya no vive aquí.

Alejandro se fue de Detroit Lakes en cuanto terminó la preparatoria y estudió Literatura en una universidad poco conocida y que jamás supo apreciar. En los primero años lejos del lugar que lo vio crecer, publicó su primer libro, una sátira que retrataba el pueblo en el que vivió su adolescencia, al cual llamó Entre espinas y estiércol; dos años después, en su fallido intento por abrirse paso en ese mundo, publicó dos poemarios que fueron un fracaso en ventas, por lo que se dio por vencido en el mundo literario. Y fue así, con aquellos golpes, que Alex decidió dedicarse a escribir novelas rosas, los libros que más odiaba, pero que irónicamente fueron los que impulsaron su carrera. Y por esa razón Alejandro no estaba en casa y no volvería a estar.

Pasé los siguientes días pensando en el joven de cabello rizado, en la extraña tristeza de su rostro y en el ajeno éxito que estaba teniendo lejos de ese lugar. Comprendí que debía partir para poder vivir nuevamente. Una semana después me encontraba arriba de un avión con destino a Nueva York y un mes después recibí una llamada de Decca Rocords, querían grabar conmigo.

 

Tomé el primer avión a Londres aún con el peso de aquella decisión sobre los hombros, y cargué con ella en cada segundo de mi vida. Tío Christopher y Elizabeth se mudaron a Irlanda un mes después de la muerte de Dustin y no volví a saber de ellos, lo único que quedó de su familia fueron las imágenes en el muro familiar. Comprendí que el futuro no sería igual y que lo único que podía hacer era imitar sus acciones.




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