Las reglas del destino

Capítulo 28: Regla número dos

—¡Señor, entre ya a la casa! —gritó Amanda desde el otro lado del muelle—. ¿Qué acaso usted quiere morirse hoy? Está haciendo un frío de perros, mañana no va a poder hablar.

—Qué más da, Amanda, si me muero o no, será cosa de Dios —respondí sin mover un solo hueso—. ¿No ves tú que ya casi termino de leer el diario?

—Pues apúrele, porque ya debo regresar a mi casa.

—Pues vete, aquí nadie te necesita.

—Pues no me voy sin antes ver que se tome las medicinas —mencionó acercándome un vaso con tres píldoras más.

—Tú me quieres matar con tanta porquería —gruñí al oler el amargo y repugnante hedor del medicamento.

—Qué más quisiera, pero luego con qué le doy de comer al viejo gruñón que tengo en casa —exclamó pasándome el vaso con agua.

—Pues muéranse igual y así dejan de quejarse tanto de una jodida vez.

El sol se había escondido y había dejado una enorme mancha rosa y naranja en el cielo. Hacía frío, tanto como para sentir que las manos se sentían heridas al darle la vuelta a las hojas. Los niños ya no jugaban cerca del lago y los adolescentes empezaban a salir de sus casas. La tarde se había puesto a llorar y nos regalaba ese cielo, ese sentimiento de aspereza, de resentimiento por el mundo.

—¿Ya te conté cómo fue que nació la Academia #19? —le pregunté mientras le entregaba el vaso y el recipiente de los medicamentos.

—¿Otra vez esa historia? —contestó sorprendida—. Conozco tanto esa historia que se la podría recitar de atrás para adelante.

—Tú solamente quieres amargarme —respondí apretando los dientes—. Mejor vete a tu casa y te marco cuando me vaya a dormir.

—Está bien, pero no olvide comerse esto dentro de una hora.

Amanda se acercó a mí y colocó sobre el muelle la charola que traía en las manos, apretó mi mano con afecto y cruzó los brazos sin dejar de verme, movió la cabeza de un lado a otro y susurró algunas palabras que no pude escuchar. Sus ojos eran tan grandes que podían delatar todos sus pensamientos; cuando me veía me sentía como un niño pequeño. Se fue alejando de mí sin quitarme la vista de encima y levantando la mano por encima de su cabeza diciendo "adiós".

Abrí el diario de Sandy nuevamente, pero antes de leer, no pude evitar recordar el momento en el que llegué a San Diego. Recordaba aquel día porque fui directo a un bar y, por primera vez en mi vida, rechacé a una chica que trató de invitarme una copa. En ese momento supe que algo en mí había cambiado, ese día me hospedé en un hotel barato y solo miré televisión. Y allí, mirando Los Simpson, supe que tenía que hacer algo que valiera la pena para no morir sin propósitos.

Un día después, caminaba cerca de un parque cuando vi a dos pequeños haciendo música, uno tenía alrededor de nueve años y tocaba la guitarra y el otro debía pasar de los doce y tocaba el saxofón. Me acerqué a ellos y puse un billete en el estuche que tenían abierto para las monedas, y entonces comprendí que lo que debía hacer era ayudarlos. Sus nombres eran Elian y Robert Dawson, y tocaban en el parque para llevar algo de comer a su madre. En los siguientes dos meses me dediqué a apoyarlos, pero aquella acción no me parecía suficiente.

Fue un mes después cuando vi que estaba en venta una vieja academia de policías, lo dudé al principio, ya que desde que tenía memoria, todos los planes que iniciaba siempre terminaban sumergidos en el inodoro, pero supuse que no podía estar más hundido en el caño de lo que ya estaba. Al principio aquella escuela solo tenía un director que a duras penas sabía tocar la guitarra y a dos profesores que habían aprendido música en la calle, Natalie Dupont y Erick Falcon, los alumnos los podía contar con una mano y me sobraban dedos. Temí que el dinero que había dejado mi padre se acabara tan pronto como terminara el año, pero entonces sucedió: empezamos a crecer.

La Academia #19 abrió sus puertas de forma oficial un lunes, 11 de agosto de 2008, en ese entonces solo éramos seis personas las que trabajábamos en ese lugar: tres profesores, una secretaria, el encargado de la limpieza y yo. Con los años fuimos acondicionando el lugar para que pareciera una escuela de música y no un viejo refugio de vagos; asimismo, aquellos espacios vacíos que una vez nos dieron nostalgia, pronto se llenaron con niños y jóvenes. Los primeros estudiantes de la academia fueron Elian y Robert, y fueron los primeros en graduarse.




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