Las reglas del destino

Capítulo 31: Viajeros

El frío aire de esa noche golpeaba fuertemente mi piel, por lo que tuve que cruzar los brazos para poder seguir leyendo, había tan pocas páginas en el diario que lo único en lo que podía pensar era en el final. Recargué el libro sobre mis piernas y me dediqué a observar la pequeña luna que cada vez estaba más arriba. Eran las diez de la noche con treinta minutos y ya saboreaba el amargo sabor del tiempo que me caía de golpe y me haría volver a casa.

Sentado allí, recordé las lágrimas que Sandra le dedicó encerrada en el baño a Jake; se sentía tan culpable como yo, y jamás dejé de sentir la sensación de haber traicionado a un amigo. Reviví de nuevo la incertidumbre; me pregunté tantas veces si ella lloraba por haber cometido un error o si simplemente lo hacía por haber traicionado a aquel que le prometió su amor más de una vez y jamás le faltó al respeto. Me dolieron tanto sus lágrimas que traté de hacerla entrar en razón y le pedí que reconsiderara su decisión, le juré que mis sentimientos por ella jamás cambiarían y que guardaría en mí un espacio para cuando estuviera preparada para regresar; pero Sandra decidió quedarse.

Pasamos las siguientes semanas perdidos en una burbuja de tiempo, dando vueltas en el pequeño departamento. Nos dimos cuenta de que ya no éramos aquellos dos jovencillos y que no sabíamos nada el uno del otro. Fuimos dos desconocidos habitando en el mismo espacio, teniendo conversaciones extrañas y sin sentido y compartiendo silencios. De una u otra manera, comprendí que lo nuestro era más una simple obsesión que ni uno podía olvidar. Me dolió saber que aquellos sentimientos que alguna vez juramos tener, se habían perdido en alguna fecha atrás, y lo que ahora sentíamos era solo esa sensación que traen los recuerdos. Quizá nos necesitábamos porque añorábamos los recuerdos que una vez tuvimos de nosotros siendo felices; o, tal vez, solo tal vez, no sabíamos cómo regresarnos la cordura y optábamos por vernos sufrir estando juntos.

A principios de enero, la relación que habíamos iniciado parecía estar estancada en un charco turbio por los recuerdos de un Jake y un Dustin. Sandra había dejado de llorar y se acostumbraba a la idea de estar con ese hombre que de cierta manera había interrumpido cada instante feliz que había llegado a su vida. Pasamos dos semanas juntos y solo habíamos compartido aquella noche en el suelo de mi oficina, después de eso las aguas se habían calmado de tal manera que sentía que solo estaba conmigo porque no podía regresar con Jake.

Ella se encontraba sentada en la sala, mirando una serie de televisión y hablando con Dina por WhatsApp, yo la observaba desde la cocina, sosteniendo dos tazas de café caliente. Caminé hacia ella y coloqué las tazas sobre la pequeña mesa de centro; sonreí de forma forzada, igual que ella, y le di un sorbo al café casi al mismo tiempo que Sandra.

—¿No envía saludos? —bromeé.

—Lo único que envía son órdenes —mencionó apagando la pantalla de su celular—. Quiere que me vaya unos días a su casa; bueno, me lo ordena.

—¿Y qué es lo que harás?

—No lo sé.

Dejé la taza de café sobre la mesa y levanté las cejas. Lo único que lograba era confundirme. Unas veces me decía que quería estar conmigo y otras más, mencionaba el hecho de irse. Me mordí los labios y asentí sin decir una sola palabra. Estaba desesperado, lo único que quería era que hiciera de una vez lo que la hiciera sentir bien.

—Entonces, recoge tus cosas —ordené levantándome del sillón y caminando hacia la habitación.

—Jason, eso no es lo que yo dije.

Traté de ignorarla y seguí caminando, me detuve en la puerta al verla llegar, descalza, como siempre, ignorando el frío del suelo. Cerré la puerta, pero la abrió casi al instante. No puedo describir cuál era el sentimiento que me estaba ahogando, pero mis acciones no eran las más acertadas. Me senté en la cama y la miré llegar a mí, con la misma pena que un animalito se acercaría en la calle.

—No quiero irme.

—Y yo no quiero que te quedes si seguirás así.

—Esto es extraño —mencionó mientras se arrodillaba frente a mí y se recargaba en mis piernas—. Jamás creí que sería tan extraño.

—Ya no sé qué hacer para que te sientas bien estando aquí, y solo han pasado dos semanas —dije rodeando su rostro con mis manos.

Permanecimos en silencio, sin movernos y sin pensar. Sentía su cabello húmedo en mis manos y la piel helada de sus brazos rozar la mía.




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