Las reglas del destino

Capítulo 32: Regla número tres

Sandra amaba bailar de un lado a otro por el departamento: comía, corría, gritaba, me golpeaba y se desnudaba bailando. Cuando no bailaba, se sentaba detrás de su teclado electrónico y no mencionaba una sola palabra hasta que se sentía satisfecha; otras veces, se molestaba tanto por cualquier cosa, que azotaba las puertas del departamento y gritaba sin razón alguna hasta que conseguía una disculpa. Ella era una pequeña tormenta que llegaba sin aviso alguno, bailando y gritando y a veces golpeando todo a su paso.

Sandy no empezó a trabajar inmediatamente después de que regresamos a San Diego, descansó algunos meses en el departamento y se dedicó al hogar mientras yo me dediqué a la escuela. Sandra pasaba largas horas detrás del teclado componiendo melodías; algunas veces no era posible tener conversación con ella, ya que se sumergía tanto en ello que odiaba cuando la interrumpía, se ponía un dedo entre los labios y me arrojaba un beso a la distancia. Aprendí a vivir con sus silencios y sus azotes de puerta, y supongo que ella aprendió a vivir con mis constantes cantaletas mañaneras y mis quejas sobre política. Otros días, cuando se cansaba de su música, estaba siempre sobre mí: sobre el sillón, sobre la mesa o en cualquier lugar que se le antojara; terminábamos muertos sobre el piso y luego me reclamaba por no haberle permitido hacer la comida.

A veces me acercaba a ella con la guitarra en las manos y le tocaba una melodía; en algunas ocasiones me acompañó con el teclado y en otras cantando. Adoraba esos instantes de paz en los que no importaba quiénes éramos nosotros, sino lo que podíamos hacer. Otros días los pasamos recostados en el sofá mirando una y otra película o hablando de nosotros y de cualquier tontería que pasara por nuestra cabeza; teníamos un tema en especial del que nos gustaba hablar: realidades alternas. Dejábamos que el tiempo se fuera imaginando a esas otras Sandras y esos otros Jasons que vivían en alguna otra dimensión; pensábamos en sus vidas y nos cuestionábamos las nuestras. La vida pasaba mientras sostenía su mano y besaba su cuello al tiempo que ella no dejaba de hablar por horas.

Discutíamos todo el tiempo: porque yo olvidaba lavar los trastos o porque ella dejaba las luces encendidas a su paso y nunca las apagaba; Sandra odiaba que yo tamborileara los dedos sobre la mesa y yo que ella odiara todo lo que yo hacía. Hubo veces en las que nos gritamos tanto, que por algún instante pensé que lo nuestro era solo la obsesión de aquellos dos jóvenes de 1999; no obstante, la obsesión debía ser tan fuerte que ninguno de los dos pudo elegir marcharse. Nos odiamos y nos amamos tanto que el recuerdo de sus besos llega a doler igual que sus bofetadas a impactarme el corazón. La amé porque odiarla nunca fue una opción, y porque de sus reclamos solo conservo el candor de aquellos ojos de niña mirándome como en un juego. Fuimos un desastre, pero juntos éramos el mejor desastre de todos.

Una mañana regresé al departamento por unos papeles y la miré sentada en el suelo. Sostenía una jarra de agua fresca y tenía la mirada perdida. Corrí hacia ella y traté de ayudarla a ponerse de pie, pero rechazó mis brazos y me dio la jarra. Después de unos minutos, simplemente caminó hacia el sillón y encendió la televisión sin decir una palabra.

—Creo que es tiempo de que consiga un empleo —dijo sin más. Después se recostó en el sillón y se tapó el rostro con un cojín.

De esa manera fue que se incorporó al grupo de maestros de la Academia #19. A mediados del año 2015, Sandy se hizo cargo de un pequeño grupo de estudiantes de nuevo ingreso. Jamás la vi tan feliz. Hablaba todo el día de sus alumnos, por lo que dejó de darle importancia a los trastos sucios y empezó a lavarlos ella sin reclamarme. Aquellos días fueron como la segunda luna de miel que jamás tuvimos.

Un miércoles, a mediados de agosto, la encontré en el baño vomitando. La puerta del baño de nuestra habitación estaba entreabierta y podía ver como estaba hincada frente al retrete. Caminé despacio y recargué la cabeza en el marco de la puerta, después me acerqué un poco más y le ayudé a sostener su cabello. Ella levantó su rostro y me regaló una sonrisa. Se incorporó lentamente y se enjuagó la boca y el rostro. Yo solo la miré muy cerca de ella sin poder entender su expresión.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté acercándole una toalla

—No es nada —contestó.

—¿De verdad? —Pasé mi mano por su cabello y acaricié su cuello—. No creo que no pase nada.

—Bueno —exclamó haciéndose a un lado—, digamos que en los últimos días me he sentido un poco mareada.

—¿Por eso estabas en el suelo aquella mañana?




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