Las reglas del destino

Capítulo 34: Los ojos del destino

El tiempo me dio una palmada en la espalda y dejó su mano allí, posando como si de un prendedor se tratara. Jamás pude quitarme su brazo de encima, supongo que porque hasta entonces comprendí que la había colocado sobre mi cuerpo desde hacía muchos años atrás. La piel arde, por el frío de aquella noche y por cada momento en el que extrañé su tacto. Mis ojos ven su constante ausencia y se percatan de aquel vacío que ha dejado en el universo.

Sandra murió. Ella murió y no fue un día 19 de junio o un 19 cualquiera. Sandra murió el día domingo, 21 de agosto del año 2017, un día como cualquier otro. Recuerdo el aroma de ese día, de cuando le dimos un último adiós; lo recuerdo porque entonces me di cuenta de que ella era quien se encargaba de perfumar nuestra casa y ese día olió su ausencia. También me recuerdo abotonando mi camisa negra y tratando de hacer el nudo de mi corbata, me recuerdo gritando de coraje por no haberle permitido enseñarme a hacerlo. No puedo decir cuándo y en qué momento lloré por ella, porque duele recordarlo. Duele saber que perdí la voz y no pude encontrar el ramo de rosas que la mereciera. Duele hoy igual que en aquel muelle y en ese momento.

La tarde del martes, 23 de agosto de 2017, flores blancas y amarillas rodearon un pedazo de tierra entre el tumulto y los alaridos de quienes despedían a la mujer más increíblemente sensacional que en la vida pude conocer: Sandra Anabel Tinley. Dina me tomaba del brazo sin poder dejar de llorar y Sasha se recargaba en su hombro con la mirada perdida. Me rodeaba tanta gente y al mismo tiempo me sentía tan solo. El sacerdote hablaba sin detenerse, pero no podía escucharlo, lo único que pasaba por mis oídos era el llanto de los presentes, personas que una vez le mostraron su afecto, pero que yo no conocía.

Me encerré en aquella casa por dos o tres meses; dejé las cortinas gruesas y evité las llamadas telefónicas y el contacto con el mundo exterior. Necesitaba encontrarla en esa soledad que era solo nuestra; en esos días que todos se sentían como lunes; en aquellas piezas de música que aún revoloteaban por las paredes. Y en aquel silencio volví a escucharla, pero esas palabras no eran más que el llanto que ese verano la agobió. La escuché llorar por sus padres y por Dustin, por este más que por aquellos; la escuché culparme por su constante sufrimiento y decirme al mismo tiempo lo mucho que me amaba. Encontré en sus palabras una forma de perdonar mis pecados, y estos pecados se volvieron tan presentes que pronto dejaron de dolerme. El encierro fue para mí la expiación que tanto había buscado, pero expiarme me hizo querer tenerla en aquel estado tan puro en el que me fui por fin Jason y no esa mezcla de dos hombres que la amaron hasta el final.

A finales de noviembre, me atreví a hurgar en sus pertenencias, ayudado por las delicadas manos de Dina, la mujer que me hizo compañía en aquella soledad que ahora era compartida. Recorrimos sus prendas y le rogué me permitiera conservar solo la ropa que más recuerdos me traía y en las que su aroma parecía haberse impregnado; el resto de sus prendas fueron donadas a un albergue, por lo que pude verlas marchar por las calles de Detroit Lakes por un tiempo.

Limpiamos nuestro pequeño hogar hasta encontrar cada detalle que parecía haberse perdido en aquel último par de años. Volví a ver las cartas que había olvidado entregarle a Marion o que no había tenido el valor de entregar. También encontré la pequeña caja que mi padre me había regalado cuando era un niño, había olvidado que la tenía en mi poder y supongo que Sandra también.

Los primeros de diciembre, más específicamente el domingo, 3 de diciembre, fui a su hogar después de ir a la iglesia; la acompañé hasta su casa y me ofreció una taza de té. La estadía allí fue difícil, ya que no pude dejar de comparar a esa mujer con la que me había criado: Marion era dulce y gentil, siempre sonreía y me miraba a los ojos con condescendencia.

—¿Eras amigo de mi Avril? —preguntó.

—Más que eso, nuestros padres querían casarnos.

Tomó su taza de té y la hizo temblar sobre su mano. Un gato se recostó sobre sus piernas y le acarició el pelaje con la mano izquierda.

—¡Vaya! Estos padres de ahora y de siempre, no dejan de meterse entre los jóvenes. No hay nada más bello que el amor juvenil —mencionó después de una sonrisa burlona—. Y, ¿qué es lo que haces aquí? Bueno, no es que desprecie la visita de un joven tan apuesto, pero ellos nunca vienen si no hay una razón.

—Es bastante lista —dije al mismo tiempo que sacaba de mi maletín las dos cajas.

—Estas arrugas no son en vano, mi niño.

Coloqué ambas cajas sobre la mesa, junto al té. Marion posó sus ojos sobre la pequeña caja blanca con líneas negras y cambió su expresión por completo.




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