Las reglas del destino

Capítulo 35: Quizá sí, quizá nos

Mis manos permanecieron sobre el diario, aferrándose a él, como mi mente a su recuerdo. La noche era tan fría que los dedos de mis pies parecían congelarse. La música de una fiesta sonaba a lo lejos y un grupo de chicos se acercaba. Casi era media noche, faltaba poco más de veinte minutos para que el día se terminara. La guadaña nos amenazaba a ese día 19 de junio y a mí, que aún estábamos ansiosos por hacernos compañía.

—Señor, debería irse a dormir, se acerca una helada —escuché la voz de uno de los jóvenes.

—¿Una helada en junio? —pregunté tratando de incorporarme.

—¿Junio? —mencionó otro de los chicos levantando las cejas—. Ojalá fuera junio.

—Estamos a noviembre, señor —dijo el más pequeño de ellos—. ¿La señora Amanda sabe que está fuera de su casa a esta hora?

Ignoré por completo sus palabras y terminé de ponerme de pie. Me cuestioné la fecha y traté de convencerme de que era junio, pero ese frío calaba como un otoño volviéndose invierno. El grupo de chicos, de no más de 20 años, caminó hacia el muelle.

—Señor—señaló uno de ellos acercándose a mí—, ¿se encuentra usted bien? ¿Otra vez perdió la noción del tiempo?

—Ustedes qué saben del tiempo —exclamé con los dientes apretados—. Ustedes no saben nada del tiempo —dije molesto.

Los chicos se detuvieron por un momento a observarme y regresaron por donde vinieron unos segundos después. Volví a cuestionarme la fecha. Miré mis manos y el libro que sostenía en ellas. No recordaba haberme puesto esa camisa azul ni esos pantalones color caqui; tampoco recordaba en qué momento Amanda había regresado por la charola de comida, y no entendía por qué se acercaba una helada en junio. Me mordí los labios y grité a mis adentros, pero aquello no me ayudó en nada. Caminé hasta la orilla del muelle y respiré profundamente. Me ardía el pecho y me quemaban las piernas, pero, sin duda alguna, el dolor más grande lo sentía en un lugar que no sabía cómo nombrar.

Posé mis ojos sobre la portada de ese libro que tenía en las manos y leí detenidamente Las reglas del destino. Sentí una horrible impotencia por no poder recordar, por saber que aquellas lagunas en las que me había perdido se habían quedado con todo lo que un día tuve. Pasé los ojos por donde brillaba con letras doradas el nombre del autor "Alejandro R. Montoya" y mis labios se abrieron una y otra vez, como queriendo mencionar algo, pero de ellos no salió palabra alguna. Quise gritar, pero de mi garganta no salió otra cosa más que un leve quejido que me quemó las entrañas.

—¿Por qué? —mencioné en voz baja—. ¿Por qué me haces esto?

Pero la pregunta se perdió en el aire, como tantas otras se habían muerto antes. Y con el vibrar de esas palabras, pude recordar las veces que había pasado por la misma situación; y solo entonces, como en tantas ocasiones, sospeché de mi condición, de aquel deplorable estado en el que me encontraba, y allí, donde el muelle terminaba, fui víctima de los recuerdos que se habían perdido en esa mente con fallas.

No sabía qué tan real era esa historia y qué tan cierto era que ella había sido mía. No sabía hasta qué punto mi memoria me mostraba la realidad y qué tanto de lo que recordaba era producto de ese libro. Ya no era nadie. Aquel huracán había terminado conmigo, y a su paso se había llevado los diarios de Sandy, ¿y qué pruebas me quedaban de su existencia? ¿Qué tan reales eran las fotos que conservaba de ella? Lo nuestro solo era la promesa de aquellos años que se habían clavado en mi mente. Lo único que tenía era la ilusión de esa historia que me hacía despertar cada mañana.

—Mi ángel —dije casi sin poder hablar—, ¿cuánto más debo esperar? ¿No ha sido suficiente tortura?

Habían pasado 64 años desde aquel 19 de junio en que la miré por primera vez y la extrañaba más que nunca. No sabía qué tan real era ese recuerdo que aún quedaba de sus ojos en mi memoria, pero necesitaba con locura volver a verme en ellos. Dolía tanto. Lo único que estaba esperando era que Dios, la vida o el destino decidiera que ya era suficiente tortura por una vida.

Caminé lentamente por el muelle, la madera de ese viejo amigo estaba tan podrida que sentí que mis pies se hundían poco a poco. Toqué uno de los postes con la mano abierta y parte de la madera se quedó en mis dedos. El Destino de destinos estaba tan acabado como yo. Ambos nos desmoronábamos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.