Era un día soleado en San Chistes, una ciudad donde las risas eran más comunes que las nubes. Las calles estaban llenas de vida, y el aroma de los churros recién hechos se mezclaba con el sonido de las carcajadas que resonaban desde cada esquina. En este ambiente festivo, el detective privado Yisus se encontraba en su oficina, rodeado de papeles y un desorden que habría hecho enrojecer a cualquier ordenanza municipal.
Yisus era un hombre de mediana estatura, con un bigote que parecía haber sido esculpido por un artista abstracto y una sonrisa que podía iluminar hasta el día más nublado. Su oficina, aunque desordenada, tenía su propio encanto: un sofá desgastado en el que había pasado más horas de las que podría contar y una pizarra llena de chistes que había recopilado a lo largo de los años. La pizarra era un reflejo de su personalidad; cada chiste era una pieza de su alma, un vistazo a su sentido del humor.
—¡Yisus! —gritó su asistente, Lía, desde la puerta. Era una joven ingeniosa, con una risa contagiosa que podía hacer que incluso los casos más serios sonaran como una comedia. Se asomó por la puerta con el cabello alborotado y una expresión de sorpresa en su rostro—. ¡Tienes que ver esto!
Yisus levantó la mirada de su desorden y se ajustó el sombrero.
—¿Qué es lo que no he visto ya? ¿Una ardilla que se lleva un bocadillo?
—Peor —respondió Lía, entrando en la oficina con un periódico en la mano—. ¡Es un escándalo!
Yisus inclinó la cabeza, curioso.
—Si es un escándalo, entonces definitivamente es un asunto de interés. ¿Sobre qué se trata? ¿Las nuevas leyes sobre el uso del chistes en la educación?
Lía le lanzó el periódico, que aterrizó con un golpe sobre la mesa. La portada tenía una imagen del famoso comediante local, Don Chistoso, con una expresión de desesperación en su rostro. El titular decía: **“¡Se ha robado la risa de Don Chistoso!”**
—¿Se ha robado la risa? —repitió Yisus, con una ceja levantada—. ¿Cómo se roba algo tan etéreo como la risa? ¿Y quién sería tan malvado para hacerlo?
—No lo sé, pero Don Chistoso está ofreciendo una recompensa. ¡Y su risa es el alma de la ciudad! Sin ella, ¡San Chistes se convertirá en un lugar sombrío!
Yisus se puso de pie de un salto, su interés despertado.
—Entonces debemos actuar rápido. No podemos dejar que la ciudad se convierta en un cementerio de risas. ¡Prepárate, Lía! ¡Vamos a resolver este misterio!
Salieron de la oficina, y mientras caminaban por las calles, las risas de los ciudadanos parecían más apagadas. Yisus no podía permitir que la ciudad se sumergiera en el silencio.
—Lía, ¿tienes alguna idea de dónde podríamos encontrar a Don Chistoso?
—Claro, lo vi en el café de la esquina, llorando en su café con leche —respondió Lía, tratando de contener la risa al imaginar la escena.
Al llegar al café, encontraron a Don Chistoso sentado en una mesa, con la cabeza entre las manos y una taza de café que parecía haber sido infundida con más tristeza que cafeína. Su cabello despeinado y sus ojos enrojecidos narraban una historia triste.
—Don Chistoso, ¡necesitamos hablar! —dijo Yisus, acercándose a la mesa.
El comediante levantó la vista, y sus ojos se iluminaron un poco al ver a Yisus.
—¿Tú? ¿El detective más chistoso de la ciudad?
—Eso dicen, aunque a veces mis chistes son más difíciles de entender que una película de arte —respondió Yisus, sonriendo.
—Lo que necesito no es un chiste, sino una solución. Alguien me ha robado la risa, Yisus. Sin ella, soy solo un hombre triste con un sombrero grande.
—Primero, cuéntame todo lo que recuerdas de esa noche. Cada detalle es importante, incluso los más absurdos —dijo Yisus, sacando un cuaderno que estaba algo arrugado.
Don Chistoso comenzó a relatar la historia: había estado en el club de comedia local, donde la multitud rugía de risa, pero al final de la noche, cuando se preparaba para salir, sintió una extraña sensación. Era como si algo le hubiera sido arrancado.
—¿Algo raro? —interrumpió Lía—. Tal vez un ladrón de risas.
Yisus miró a Lía, su mente comenzando a hilar conexiones.
—¿Alguna enemistad reciente?
—He hecho reír a muchos, pero también he dejado a algunos ofendidos. Especialmente a la señora Gilda, la abuela que siempre se quejaba de mis chistes. ¡Dijo que eran más viejos que ella misma!
—¿Y dónde vive esa linda abuelita? —preguntó Yisus, con una chispa de curiosidad en sus ojos.
—En la calle de los chistes olvidados, al lado de la tienda de antigüedades.
—Perfecto, Lía. ¡Vamos a visitar a la señora Gilda! Tal vez tenga una pista sobre el ladrón de risas.
Y así, con un aire de determinación y un par de chistes listos para usar, Yisus y Lía salieron del café, listos para desentrañar el misterio del robo de la risa. ¿Quién podría haber cometido tal atrocidad? La respuesta estaba a la vuelta de la esquina, y Yisus estaba decidido a encontrarla, todo mientras mantenía su sentido del humor intacto.
—¡Esta va a ser una aventura divertida! —exclamó Yisus, mientras se dirigían hacia la casa de la señora Gilda, sin saber que lo que les esperaba iba a ser más alocado de lo que jamás imaginaron.