Hoy Catalina llego a mi oficina, con la cara comprimida en lágrimas y dolor. Tenía el rostro pálido y el maquillaje corrido. Se sentó sobre el sofá de cuero que tenía y con la voz quebrada me dijo:
—Lo sé —Dijo—. Se todo lo que Dominique ha hecho.
Yo no dije nada, deje que sacara el dolor y la frustración de ella contra mi hombro; tampoco la abrase o le dije palabras dulces para apaciguar su dolor, me mantuve mudo y estático como si simplemente no existirá allí. Catalina se fue tiempo después, aun con el alma quebrada y el corazón desecho.
Ahora, en medio de la oscuridad y el frió del pequeño cuarto, el brillo de la luna hace resaltar el bello color de las rosas y, en medio de ese abismo oscuro que las rodeas puedo decir que se ven más bellas que nunca. Con aquel bello rojo destellante.