Como dije hace tiempo. Marcela Valles, la difunta madre de Catalina, fue una mujer bella y deslumbrante, al igual que lo es su hija ahora. Marcela no tenía problema para apoderarse del corazón de cualquier hombre. Yo tampoco fui la excepción.
Conocí a Marcela en una reunión de mis inversionistas, en aquel entonces ella era amante de uno de ellos; llevaba un vestido rojo de cola y el labial de un intenso color, contrarrestando con el delicado tono de su piel. Sus ojos avellana se posaron en mí y de alguna manera sentí como si fuera capaz de desnudar mi ser.
Después de aquel encuentro Marcela y yo comenzamos a frecuentarnos en pequeñas cafeterías, restaurantes o mi casa. Era una mujer encantadora. Para cuando dejo a su amante yo pase a ser el siguiente. Muchas veces llegaba a media noche, con la mirada caída y la pena tras de ella. Por muy a pesar de que ella podía conseguir el amor de cualquier hombre, nadie pudo hacer que el dolor de perder a su marido desapareciera; jamás pasamos de besos castos y abrazos llenos de cariño. Yo solía besar su frente mientras se acurrucaba entre mis brazos, dejando que el sufrimiento menguara y que la soledad desapareciera. Se iba en la mañana perdiéndose en la frescura de esta, mientras yo esperaba ansioso nuestro siguiente encuentro.
Viendo aquellas rosas descansar en mi mesa, puedo recordar aun el carmín de sus labios pintados.