El día en que Marcela murió el cielo se tornó gris, se escucharon llantos y lamentos por todo el pueblo. Por muy a pesar de que la presencia de Marcela ya no llegaría por las noches, de que su delicada figura ya no estaría entre mis brazos y, de que ya no volvería a sentir el calor de sus labios pintados de carmín, la pena no me invadió, de alguna manera, creí que la muerte finalmente terminaría por aliviar el dolor que la acongojaba.
El día de su funeral conocí a su bella hija, aquella que se introdujo en mi vida, aquella cuyo dulce aroma inundaba mi oficina cada cuanto venia, aquella, cuyas rosas adornaban la soledad que Marcela había dejado.
Pero de igual forma, ese mismo día conocí a Dominique O'Brian.