Anteros estaba furioso, ya Cassandrea y él tenían más de un mes que habían formalizado su relación y hasta el momento ella no se lo había participado a su familia, pues siempre encontraba una u otra excusa para no hacerlo. No era que a Anteros le importase si ellos lo sabían o no, pero mientras no lo supiesen, Cassandrea seguiría obligándolo a verse a escondidas y no era que tuviesen mucha oportunidad para eso tampoco.
El día anterior ella le había prometido que ese día y después de la carrera donde participaba uno de los Black, los reuniría y les daría la noticia. Sin embargo, al final de la maldita carrera en la que por cierto había tenido que verla entre su hermano y el odiado Stone y no a su lado como correspondía, se había presentado la familia casi en pleno y Cassandrea le había dicho que de nuevo tendrían que esperar, de manera que él estaba justamente furioso. Después de hablar con ella, había abandonado el castillo, pues ni hambre tenía y estaba seguro que si comía sufriría una indigestión, así que salió a correr un rato por el jardín, ya que el ejercicio lo calmaba.
Después de haber corrido durante más de una hora, se sentó a la orilla del lago, se quitó la sudadera, se tendió mirando el cielo que aun estaba encapotado y dejó que su mente vagara por los recuerdos. Los últimos cuatro años habían sido especialmente difíciles, casi nada le había salido como esperaba y el tiempo se agotaba. Ese era el último año de escuela y temía perder a Cassandrea una vez que saliesen. Aunque ella parecía sinceramente interesada, a veces no estaba muy seguro de ello y en muchas oportunidades se preguntó si el maldito Stone no era el artífice de la lentitud con la que marchaba su relación, quizá el desgraciado se dedicaba a susurrar al oído de Cassandrea haciendo que ella tardase en tomar una decisión y en más ocasiones de las que podía recordar había querido estrangularlo, pero sabía que era mala idea y si había algo que Anteros había aprendido a cultivar, aunque sus conocidos lo dudasen, era la paciencia.
Anteros escuchó voces, pero no se molestó en voltear a mirar, sabía que eran los estudiantes que comenzaban a abandonar el castillo al ver que parecía que no llovería más al menos de momento. Se preguntó si ya la familia de Cassandrea se habría marchado, pero concluyó que no, porque ella había quedado en reunirse con él cuando así fuese, ya que evidentemente ella considera inconveniente que los acompañase, algo que en realidad Anteros no encontraba especialmente agradable, pero siendo que él tampoco tenía ningún interés por estar en compañía de personas a las que sabía que no les resultaba simpático, no dejaba de molestarle.
Anteros escuchó las voces más cerca, pero siguió sin prestarles atención, podía oír el cuchicheo y las risas tontas del grupo de chicas que seguramente estaban mirándolo. Él era consciente de su atractivo, si bien no era tan alto como los Black o como los hermanos de Cassandrea, tenía buena estatura y una complexión atlética, porque, aunque no practicaba ninguno de los deportes a los que eran tan afectos sus compañeros, hacía mucho ejercicio y corría un par de horas diarias. Tenía un rostro agradable, cabello rubio oscuro y ojos azul eléctrico, de manera que no le faltaban las admiradoras, y aunque había tenido algunas aventuras ocasionales, quien le interesaba era la esquiva señorita Prewet, de modo que se había cuidado muy bien de que su imagen no se viese empañada ante sus ojos con un comportamiento tan escandaloso como el de los hermanos o primos de ella. Sin embargo, siendo como era un joven normal y saludable, había actuado en consecuencia, pero siempre con la mayor discreción.
No lo sorprendió para nada verla rodeada del habitual séquito que la seguía a todas partes. Margaret Davidson había hecho considerables esfuerzos por granjearse su interés, pero había tres cosas que la colocaban fuera de su posible consideración ni siquiera para una aventura pasajera. La primera, que era una enemiga declarada de las gemelas Potter; la segunda, que su conducta promiscua era del dominio público; y la tercera, su absoluta falta de discreción, algo que él valoraba mucho. De manera que ni que se la encontrase desnuda en su cama le pondría un solo dedo encima, algo que sin duda ella se moría por hacer y quedó demostrado en ese momento cuando se acercó más de lo necesario y estiró una mano hacia su pecho.
Dicho esto, se echó la sudadera al hombro y comenzó a alejarse.
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Editado: 27.06.2023