Henry
Había aprendido a decir que no sin sentir culpa. Y aun así, ahí estaba, en la oficina de Richard Lane, escuchando una propuesta más.
—Es un guion sólido, Henry —dijo el productor, apoyando las manos sobre la mesa como si su peso reforzara el argumento—. Acción, tensión emocional, buen ritmo. Lo estamos pensando para ti.
Lo hojeé. Marruecos, persecuciones, un pasado que regresa. Prometía. Pero algo no terminaba de convencerme.
—Lo pensaré —respondí con una sonrisa educada.
Ya no decía sí tan rápido como antes. Me gustaba hacer las cosas con pausa últimamente. A veces por estrategia. A veces por instinto. Desde Italia, quizás me acostumbré a disfrutar los espacios sin cámaras, a bajarle el ritmo al mundo.
Richard insistió en invitarme a cenar. “Conoce a mi familia”, dijo. “Sin compromisos, sólo una buena comida.”
Acepté. Nunca había ido a su casa, y aunque no lo buscaba, parte de mí agradecía ese tipo de encuentros sencillos.
La casa era cálida, elegante sin exceso. Eleanor, su esposa, me recibió con una amabilidad que se sentía auténtica. No necesitaba fingir nada. Había algo en ella que transmitía equilibrio, como si pudiera resolver cualquier crisis con una mirada firme.
—Henry, encantada. Richard me ha hablado tanto de ti —me dijo, estrechándome la mano con cordialidad.
—Un gusto, señora Lane —respondí con una ligera inclinación de cabeza.
—Eleanor, por favor. Nada de formalidades en esta casa.
El hijo de ambos, un tipo de sonrisa fácil y aura relajada, me ofreció una copa de vino tinto y conversamos sobre música durante unos minutos. Parecía saber mucho, lo cual no me sorprendió cuando me enteré más tarde que había tenido su momento de fama en los escenarios.
Fue entonces cuando lo vi.
Una repisa con fotos familiares. Algunas recientes, otras no tanto. Y entre ellas, una que me obligó a mirar dos veces.
Una joven en bata médica, abrazada a Eleanor. No estaba mirando a la cámara. Pero su perfil, su sonrisa contenida, su postura… algo en ella se me hizo jodidamente familiar.
Tuve que acercarme.
Y por un segundo, sólo uno, mi mente me traicionó. Pensé en ella.
En esa ella.
Pero no tenía sentido. Aquella chica nunca me dio su apellido completo. Nunca mencionó a Richard Lane. ¿Qué probabilidades había de que la mujer con la que pasé un mes en Italia fuera la hija de este hombre?
“Ninguna”, me dije. “Te estás confundiendo.”
Y sin embargo, el cosquilleo en la nuca no desapareció del todo.