Las Ruinas del Verano

Capítulo 4 – Natalie

Presente – Hospital General Cedros

Algunos días la medicina pesa más que otros. Hoy era de esos días.

Mi guardia llevaba veintitrés horas con cincuenta y tres minutos y contando. La bata olía a cloro y a café recalentado. Tenía la espalda encorvada y la cabeza llena de voces —pacientes, internos, jefes, y una que no debería estar ahí.

“Podría trabajar con Henry Smith en una nueva película…”

Richard lo dijo anoche, al teléfono, como si fuera un dato cualquiera. Y yo lo escuché como si me hubieran arrojado una cubeta de agua helada sobre el corazón.

—¡Doctora Duhé! —gritó un interno desde el pasillo—. El de la cama 7 tiene 90/60 y dice que no ve bien.

Corrí. Aunque todo en mi cuerpo pedía pausa, la urgencia siempre gana.

Atendí al paciente, ordené solución, ajusté medicamentos, hice la nota.
Seguí caminando como si nada. Porque en el hospital, la regla no escrita es que no importa lo que pase en tu vida personal, el siguiente paciente no va a esperar.

En el cubículo de residentes, Fer me lanzó una mirada de esas que atraviesan.
Fer —Fernanda Molina— era mi amiga más cercana en el hospital. Una de las pocas personas que sabía distinguir entre mi cansancio normal y el otro, el que no sabía poner en palabras.

—¿Estás bien? —preguntó, mientras me alcanzaba un pan de dulce a medio comer.

Asentí.

—Solo tengo sueño. Ya sabes, postguardia.

Ella frunció los labios, como si no me creyera del todo.

—¿Te habló alguien anoche? Te noté rara desde que entraste.

Evité su mirada. Me recosté unos segundos en el sillón viejo del cubículo.

—Mi padrastro. Lo de siempre. Proyectos, cine... dijo algo de que podría trabajar con Henry Smith.

Fer se quedó en silencio. Un segundo. Dos. Y luego:

—¿Henry Smith? ¿El actor?

Asentí de nuevo, con una sonrisa apenas visible.

—Sí. Lo escuché y no sé… me trajo recuerdos. Pero no importa.

No dije más. No podía.

No podía decirle que lo había conocido. Que pasamos un mes en Italia sin saber quiénes éramos realmente. Que su voz me acompañaba, aunque ya no quisiera.

—¿Natalie?

Parpadeé. Me di cuenta de que me había perdido en algún punto de la conversación.

—¿Qué?

Fer sonrió, sin malicia.

—Te fuiste. Estabas viéndome, pero no estabas aquí.

Me pasé una mano por la cara. Ya no sabía si era el cansancio, la nostalgia, o la ansiedad de imaginar lo imposible.

—Voy a casa. En cuanto entreguen el pase de visita, me largo.

Fer me ofreció un abrazo rápido, de esos que solo se dan en el hospital: entre mochilas, uniformes arrugados y el olor a desinfectante.

—Duerme. Y si necesitas hablar, ya sabes dónde encontrarme.

—Gracias, Fer.

Salí. Cruce los pasillos como quien atraviesa un túnel que conoce de memoria.
Al llegar a los vestidores, me cambié sin pensar, dejé mi estetoscopio y mis pensamientos colgando junto a la bata.

El cielo estaba gris.
Yo también.
Y aunque el turno había terminado, lo que sentía recién empezaba.

Me subí al auto y comencé a manejar hacia casa…
sin saber si quería llegar, o perderme un rato más en el recuerdo de algo que nunca cerró del todo.




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