Presente
Traía la bata colgada del brazo y la mochila de guardia marcando el peso exacto de mis 24 horas sin dormir. En los zapatos aún cargaba el olor a desinfectante, pasillos y urgencias.
Al abrir la puerta de casa, lo primero que escuché fueron risas. Voces entrecortadas que venían del comedor. Una de ellas…
Una risa.
Una demasiado conocida.
Me detuve un segundo. Cerré la puerta tras de mí con más suavidad de la que pretendía.
—¡Mamá, papá, ya llegué! —grité desde la entrada, fingiendo energía que no tenía.
El eco de mi voz subió por las escaleras conmigo mientras pensaba en una sola cosa: ducha caliente, pijama limpia y cama.
Mi cuerpo no tenía intenciones de pasar por el comedor, sin importar quién estuviera ahí.
Subí los escalones arrastrando los pies, casi en automático. Iba contando los segundos mentalmente, como si fueran los últimos metros antes de cruzar la meta. Ya podía imaginar el agua cayendo sobre mi espalda, el vapor, el silencio.
—¡Natalie, ven un momento, por favor! —La voz de mamá sonó desde abajo, dulce pero con ese tono de "no me ignores" que solo las madres saben usar.
Me detuve en seco, cerré los ojos con un suspiro exasperado y fingí una sonrisa para nadie.
—Perfecto… —murmuré para mí—. Claro que sí, mamá.
Bajé los escalones con pasos más lentos de lo normal, arrastrando la dignidad con el mismo ritmo con el que arrastraba mi cansancio.
Cuando llegué al comedor, lo vi de espaldas.
Camisa clara. Hombros rectos. Postura relajada.
Pero yo lo supe.
Era él.
Antes de que pudiera procesarlo por completo, Richard se levantó con su sonrisa habitual de anfitrión orgulloso.
—Natalie, llegaste justo a tiempo. Quiero presentarte a alguien. Este es Henry, el actor con el que te dije que estoy trabajando en el nuevo proyecto.
Él se giró.
Y en ese segundo en que nuestras miradas se cruzaron, el mundo pareció detenerse.
No dijeron nada.
No hizo falta.
Lo reconocí.
Él también.
La expresión en sus ojos cambió, como si todo lo que vivieron en un mes —las risas, las caminatas, las canciones no dichas— le acabara de estallar en el pecho.
Pero yo no hice nada.
Solo di un paso al frente, sonreí con la precisión clínica que uno aprende en turnos largos y fingí no temblar por dentro.
—Un gusto, Henry. Soy Natalie.
Él tardó medio segundo en responder.
—Igualmente… Natalie.