Estaba en un pequeño salón anexo, el aire vibraba con una mezcla de laca y perfume caro. Gabriela se giraba con una sonrisa radiante, observándose en el espejo. Su vestido de novia era una maravilla: un corte princesa con una falda voluminosa de tul suave, un corpiño de encaje intrincado con mangas largas y transparentes que caían delicadamente sobre sus hombros. La sencillez de su escote corazón resaltaba la elegancia del velo, largo y etéreo.
Yo, Ava, ajustaba un último pliegue de su velo. Mi propio vestido de dama de honor era de seda fluida, de un color borgoña intenso, con un escote asimétrico que dejaba un hombro al descubierto y caía en una silueta suave hasta el suelo.
—¿Y si me tropiezo al caminar? —confesó Gabriela, su voz un susurro cargado de nervios. Se mordió el labio inferior—. ¡Es Gabriel! Mi mejor amigo de toda la vida. Se siente tan surrealista pasar de compartir secretos infantiles a… a compartir el resto de mi vida.
Me acerqué a ella, tomando sus manos. Eran casi idénticas a las mías en la tensión del momento.
—Gab, mírame. Estás radiante —dije, suavemente—. Gabriel te adora. No es solo tu mejor amigo; es el hombre que te ha elegido para el mañana, y tú lo has elegido a él. Lo que sientes es amor. Miedo al cambio, sí, pero sobre todo, amor. Es la base más sólida que una boda puede tener. Respira.
Una melodía suave pero inconfundible flotó desde la nave principal. Era la señal. El corazón me dio un vuelco.
Justo entonces, la puerta se abrió y el padre de Gabriela entró, sus ojos brillando al ver a su hija. Era el momento. Le di a mi amiga un último abrazo rápido y salí primero, dirigiéndome al pasillo.
Mi lugar era al lado de Jack, el padrino. Él ya estaba esperando, vestido en un elegante esmoquin negro que resaltaba su cabello oscuro y sus intensos ojos verdes. En ese instante, él no era el chico rudo de la escuela; era simplemente Jack, el hombre que me había roto el corazón y al que no podía dejar de amar.
La música del órgano cambió. Era nuestra señal para avanzar.
Alcé la mano y él la tomó. Su toque fue inesperadamente cálido y firme. Empezamos a caminar lentamente, manteniendo una distancia profesional, pero la tensión entre nosotros era un cable eléctrico.
Justo cuando pasábamos la tercera fila de invitados, su voz áspera me llegó en un susurro grave, casi inaudible:
—Te ves... hermosa.
Me sonrojé, el calor subiendo por mi cuello. Apreté su mano y asentí, incapaz de mirarlo.
Continuamos por unos pasos más, y sentí que se inclinaba de nuevo.
—Tengo algo para ti —dijo. Su mano libre se movió rápidamente, deslizando un papel doblado en mi mano con una destreza apenas perceptible—. Léelo solamente si realmente confías en mí y quieres volver conmigo.
El pergamino se sintió como plomo en mi palma. Cuando llegamos al altar, la separación fue un alivio y una tortura. Tomé mi posición a la izquierda, y él a la derecha.
Gabriel, el novio, entró, luciendo increíblemente guapo y nervioso mientras esperaba en el altar. A los pocos minutos, la música nupcial tradicional resonó, y Gabriela entró del brazo de su padre. Su mirada se encontró con la de Gabriel, y en ese instante, todas las tensiones se disolvieron en una sola, dulce sonrisa.
La ceremonia transcurrió. Intercambios de votos, promesas, el beso.
Cuando todo terminó, la alegría estalló, y nos dirigimos todos al salón de la recepción.
Mientras los recién casados se deslizaban en su primer baile como marido y mujer, yo me aparté. La carta de Jack ardía en el pequeño bolsillo interior de mi vestido. Me retiré a un balcón, lejos del bullicio, y saqué el papel.
Me debatí por un momento. Abrirla significaba abrir viejas heridas, o quizás, una nueva puerta. Finalmente, mis dedos temblaron mientras desdoblaba el papel.
Mis ojos se abrieron, no de sorpresa, sino de una realización profunda y desgarradora. No era una disculpa, ni una declaración de amor convencional.
Era una lista detallada. Los secretos y pensamientos de Jack hacia mí y mi familia.
La lista continuó, cada punto un recuerdo que se había entrelazado con mi vida de una forma que yo jamás había notado. Las lágrimas comenzaron a caer silenciosamente. Jack siempre había estado allí, en las sombras, amándome. Mientras yo me fijaba en él, él ya se había enamorado de mí. Él me había protegido sin pedir nada a cambio.
Al final de la carta, en una letra más audaz, decía:
Estaré esperándote en el lago hasta las 12 a.m.
Si vienes, significa que ambos queremos volver a intentarlo. Esta vez, sin mentiras, sin miedos, sin ocultar nada.
Miré mi reloj. Faltaban menos de treinta minutos para la medianoche. La decisión no fue difícil. Guardé la carta y salí corriendo del salón.
El aire fresco me golpeó el rostro mientras corría por el césped hacia el lago que bordeaba la propiedad. Cuando llegué, me detuve en seco.
Jack estaba allí. Sentado en una manta, rodeado de pequeñas velas parpadeantes. La escena era íntima, justo al frente del agua tranquila. Me acerqué, el corazón latiéndome furiosamente en el pecho.
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Editado: 24.11.2025