Imamú y Kayah guiaron a Ignacio y Viviana por las calles del pintoresco pueblo de Catemaco en la dimensión de Innon. Las calles principales eran como cualquier pueblo veracruzano, pero, conforme se adentraban en la selva, la gente los observaba atentos, con semblantes de desconfianza.
―¿Por qué nos miran como si fuéramos bestias peligrosas? ―preguntó Ignacio.
―Catemaco es uno de los lugares más poblados por chamanes en esta dimensión ―explicó Kayah―, pero los que viven en las afueras del pueblo son gente desconfiada y muy suspicaz.
―¿Acaso les hicieron algo para volverse así? ―preguntó Viviana.
―Aquí todos los poseedores de magia son abordados tarde o temprano por una criatura de maldad pura ―contestó Imamú―, trata de pervertirlos, convertirlos en criaturas crueles como él. Muchos no lo escuchan, y, en venganza, esa criatura les tiende trampas, les hace creer que pueden ser traicionados hasta por su propia sombra.
Y lo corroboraron. En esa zona nadie se dirigía la palabra, la mayoría observaban desde sus ventanas y pórticos, algunos cerrando golpe, otros, dirigiendo miradas amenazadoras.
Continuaron hasta perderse en la espesura de la selva. Algo alejado del pueblo, estaba una cabaña de madera, humilde, pero muy pulcra.
La puerta se abrió y salió una criatura humanoide con cuerpo de cera, ojos de frijol y dientes de granos de maíz.
―Buscamos a Gertrudis ―dijo Kayah. La criatura asintió, haciendo una seña de que esperaran fuera, y regresó al interior.
―¿Qué era eso? ―preguntó Ignacio.
―Un canacol ―respondió Viviana―, leí de ellos en el bestiario. Son creados por chamanes de esta dimensión. Los usan como una especie de guardias que les ayudan a proteger sus sembradíos.
El canacol salió al fin por la puerta y con una seña les indicó que podían pasar. Dentro, la cabaña estaba perfectamente arreglada. Otro canacol realizaba labores de limpieza y uno alimentaba a algún ser extraño, no podían definir si era un ser humano o una bestia. Su rostro severamente agrietado era cubierto por una mata de cabello enmarañado. Vestía una camisola blanca, sus piernas y brazos estaban tan delgados que se podían notar los huesos debajo de la piel deshidratada y marchita.
―¿Quién es? ―preguntó Ignacio, quien se contuvo de cambiar el “quien” por un “qué”
―Es Gertrudis ―dijo Imamú―. Es una vidente muy sabia, pero, incluso entre los chamanes, dominar el arte de la adivinación tiene un precio alto. Se ha hecho adicta a la poción que le permite hurgar en el futuro, tanto, que pasa más tiempo en su propio mundo que en el real. ―Imamú tomó su teléfono móvil y abrió la comunicación con los suyos―. ¿Han encontrado algo, Kenneth?
―Temo que allá hay mucho peligro ―dijo Kenneth desde la pantalla del teléfono―, lo hay en todos los túneles de Innon.
―Como sea, Gertrudis no está lo suficientemente consciente ―Soledad apareció en la pantalla―. Está perdida por completo en su mundo.
―Pues creo que no nos quedará de otra que entrar por el mundo de Gertrudis.
Cuando Imamú dijo esto, Kayah les alargó un vaso con una poción de aspecto y olor nauseabundo. Algo asqueados, tomaron un sorbo.
La habitación comenzó a ensancharse y a volverse oscura, las paredes se volvían de piedra y sólo entraba una luz rojiza por una puerta muy estrecha.
Los cuatro magos caminaron hacia la puerta y los niños quedaron boquiabiertos. Estaban en la parte alta de una enorme pirámide. Alrededor estaba un vasto desierto con apenas algunos cactos y cantos rodados que bailaban con el poco viento que soplaba. Un enorme sol iluminaba tanto el desierto como el cielo en un tono rojizo.
En la base de la pirámide estaba una mujer regordeta, vestida con un huipil y un quexquémitl bordados en colores. Estaba sentada a un lado de una fogata en donde calentaba agua en un caldero negruzco.
Los magos bajaron de la pirámide para ser recibidos por la mujer, quien habló sin siquiera voltear a verlos.
―Ya tengo el camino trazado ―la voz de la mujer se escuchaba distante, como en un eco―. Pero nuestro destino es incierto, el peligro nos acechará, sin importar por dónde caminemos. ―La mujer volteó a ver a los niños―. Sólo no deben escuchar al que no debe ser escuchado.
Si esa mujer era la misma que vieron en la cabaña, no había punto de comparación. La que estaba a un lado de la pirámide estaba llena de vida, con una sonrisa jovial, su piel tersa y su larga cabellera peinada en una gruesa trenza desde su nuca. Se levantó y al momento, el caldero y el fogón desaparecieron.
―Él tiene prohibido hablar con ustedes, pero tengan seguro que lo hará ―comentó Gertrudis―. No lo escuchen, y, si acaso quiere obligarlos a hacer algún daño, sólo deben recordar que lo peor del mundo sólo se puede vencer con lo que lo puede equilibrar.
―¿Eso qué significa? ―preguntó Viviana.
―Lo sabrán en su momento ―contestó Imamú―. ¿Vamos, Gertrudis?
La mujer echó a caminar por el desierto. La tierra vibró y un edificio de piedra con infinidad de pequeñas ventanas emergió desde el subsuelo.
―A partir de este momento, estamos solos.
Apenas terminó Gertrudis de decir esto, cuando un viento jaló a cada uno por diferentes ventanas del edificio.
Viviana cayó en una calle solitaria, rodeada de casas que le eran familiares. Era el pueblo de San Basilio, el lugar donde creció. Gran cantidad de recuerdos llegaron a su mente. Sonreía mientras volvía a ver la casa de sus padres, de sus mejores amigos de la infancia, el camino hacia el monasterio y de repente…
Sus ojos se tornaron vidriosos. Su mente había bloqueado ese recuerdo por años. Era la casa de don Enrique, un sujeto que llegó desde Tabasco. Sacaba dinero con peleas de perros, ella lo vio muchas veces maltratar animales de formas horrendas. Entonces la puerta se abrió y ahí estaba él, jalando a dos perros criollos con cadenas que los asfixiaban. El corazón de Viviana se estrujó, eso había pasado cuando ella tenía doce años. Tuvo el valor de reclamar a aquel hombre por sus actos de crueldad y lo único que logró fue que el infeliz echara a uno de sus perros para que atacara al gato que ella tenía de mascota en casa., dejándolo muy mal herido.