Al volver al castillo, ambos grupos charlaron sobre lo ocurrido. Mientras Neruana les hablaba sobre cómo rescataron a Tomás, ella volteó a verlo, negando con la cabeza al verlo convertido en un guiñapo, sentando en una silla.
―A veces ya no sé qué debemos hacer con él ―comentó Agastya―. No quisiera llevar su muerte sobre mis hombros, pero cada vez se vuelve más osado y peligroso.
―¿Qué pasará con Citlalli y Shouta? ―preguntó Viviana, preocupada.
―Tardarán un par de días en recuperarse ―dijo Imamú―. La energía de las llamas gemelas es, en efecto, muy poderosa, tanto que no importa que seamos magos, nuestros cuerpos mortales no la pueden sostener por mucho tiempo.
―Leí su libro sobre los astras ―interrumpió Tomás―. Sí que son poderosas esas armas.
―¡Lo que nos falaba! ―exclamó Neruana poniendo los ojos en blanco―. El fanático religioso aprendió más de magia. ¿No temes ir al infierno por esto, Tomasito? ―agregó con sarcasmo.
―Ya no podemos confiarnos ―dijo Durs―. Debemos proteger bien los astras ahora que este idiota los ha descubierto.
―¿Nunca se les ocurrió que pueden hacer los astras más poderosos de lo que ya son? ―Tomás levantó con cansancio su cabeza―. Por ejemplo, el asurastra, analizándolo bien, me parece que el veneno que emite ese astra, lo obtiene del ambiente… y quizá absorbió todo el veneno de ese mundo al que fui…
Nadie supo a qué se refería, a excepción de Imamú, que de inmediato tomó una gema trapezoidal color transparente y la elevó en el aire al momento que Tomás elevaba la gema del asurastra.
Kayah también reaccionó a tiempo, sacando su báculo y haciendo que todos salieran de la habitación, volando por el aire. Selló de inmediato la entrada para evitar que regresaran.
―¡Seré la mano de dios! ―Tomás gritaba con un gesto enloquecido―, ¡el juicio final llegará por mis manos! ¡Arrepiéntanse ahora, almas impuras!
En la habitación se había creado una energía que giraba como viento, pero que no movía un solo objeto. Imamú se concentraba con un gesto recio en Tomás, recibiendo toda esa energía en la gema en sus manos.
Kayah se acercó con trabajos hacia Tomás, alzó su báculo y de un golpe, lo desmayó. Cayó en el suelo, débil, estirando su mano para tomar la gema de su mano.
Pero Imamú no soltaba su gema. Aún había mucha energía girando en la habitación.
―¿Estás usando el brahmaastra?
―No. El brahmashira ―respondió ella casi sin aliento―. Sabes que sólo esas dos armas son capaces de contrarrestar el daño de otros astras, pero el brahmashira es para magia más poderosa.
―¡Suéltalo ya! ―gritó Kayah.
―No, aún no. Queda mucha radiación en el viento.
―¡No puedes sostener el brahmashira por más de dos minutos! ¡Morirás!
Imamú no respondió, volteó a ver a Kayah con un gesto de dolor.
―Dile a Agastya que no sufra por mí ―dijo con la voz descompuesta―. Para ella yo siempre fui como una hermana mayor, y de ese modo la quería yo. Y Soledad, en cada lugar siempre la presentaba como mi hija, porque eso era ella para mí. Y tú… guía al resto. Ahora dependen de tu sabiduría. ―La voz de Imamú se desgarraba ―. No te quedas solo. Están los demás. Por favor, guíalos.
―¡No, Imamú! ¡Por favor! ―lloró él―. ¡Eres la única que queda de nuestra generación! ¡No me dejes solo!
Las piernas de Imamú perdían fuerza. Cayó de rodillas mientras los últimos rastros de radiación se perdían en la gema.
―¡Imamú!
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Kayah quitó la protección de la puerta para que el resto pudieran volver a entrar. Algunos corrieron hacia Imamú quien cayó de bruces soltando la gema. Otros fueron hacia Kayah.
―¡Ayúdenla! ―suplicaba Kayah.
Agastya y Neruana se inclinaron hacia ella, auscultándola por varios minutos hasta que al fin Agastya detuvo a Neruana. Con un gesto de amargura, puso el cuerpo de Imamú boca arriba. Volteó a ver a Neruana y negó con la cabeza, haciendo un puchero.
―¡No! ―dijo Soledad, sin aliento― ¡NO! ―dejó caer su cabeza sobre el pecho de Imamú, llorando a grito abierto.
―La poción ya no le será útil a ella ―dijo Neruana, conteniéndose
Sacó un frasco, cuyo contenido dio a beber a Kayah. Él usó las fuerzas que la poción le dio, para acercarse a su amiga de milenios.
Levantaron el cuerpo de la hechicera y lo colocaron sobre una mesa, en donde parecía estar durmiendo, pero con una sonrisa amarga en su rostro. Eso les significaba, que no quería partir, pero lo hizo por salvar a los demás.
―¿Dónde está Tomás? ―Durs se levantó repentinamente, gruñendo.
―Está… estaba aquí ―Kayah miró, confundido.
―¡Oh Dios! ―exclamó Soledad―. ¿Dónde está Neruana?
Tomás abrió los ojos, pero no pudo moverse. Estaba tirado en el suelo, atado y amordazado con sogas traslúcidas que salían de la varita de Neruana.
―Siempre nos advertiste que pagaríamos nuestra herejía ―dijo Neruana mientras giraba algunos hexagramas en el sello de la verdad, sentado tranquilamente en una silla―, y nos pronosticaste que tarde o temprano conoceríamos el infierno. ―Neruana volteó a verlo―. Siendo un niño, por culpa tuya conocí uno de los tantos infiernos que hay conectados a nuestro mundo. Aun así, yo me conformaba con hacerte maldades menores para hacerte pagar.
Neruana se levantó y acercó el sello al espejo de un viejo ropero. El cristal se empañó en un tono verde, dando la sensación de que por dentro se hubiera resquebrajado.
―Uno debe ser lo suficientemente sabio… ―Neruana bufó―. Minimizamos tus actos de crueldad, tanta gente que murió en tus manos… En tu pretexto de hacer el trabajo de Dios, mataste a miles. ―Volteó a verlo con un gesto furibundo―. Pero hoy lo vi en tu rostro. No lo haces porque crees que es lo correcto, lo haces, porque lo disfrutas. Intentaste acabar con la humanidad entera y tu gesto era de placer… ¡de placer! ¡maldita bestia!