Era el 1 de abril del año 4780, y el Congreso se abría oficialmente para sesiones extraordinarias. Como marcaba la tradición, los primeros en tomar la palabra serían el vicepresidente y el presidente del Senado, es decir, la señora Ventura y el señor Hidalgo, por último el presidente.
Karen, que ya llevaba cuatro meses de embarazo, no había cambiado de manera drástica, pero pequeños detalles eran ahora más evidentes. Su vestimenta, antes ajustada, ya no caía con la misma precisión sobre su cuerpo, y aunque la curva de su vientre era sutil, estaba ahí, marcando un cambio natural en su figura. Entre los diputados y senadores, algunos se mostraban más atentos, eligiendo cuidadosamente sus palabras al dirigirse a ella, ya fuera en los intercambios del debate o en las conversaciones más informales. Era un respeto tácito, una cortesía nacida de la situación, que no necesitaba ser mencionada, pero que todos percibían.
Uno de los más cautelosos en su trato era Harrington. A menudo evitaba dirigirse a ella directamente, optando por guardarse sus comentarios. Su actitud no era por falta de respeto, sino más bien por una experiencia personal que lo había marcado. Su hija, que también estaba embarazada, había enfrentado complicaciones graves, complicaciones que dejaron una huella profunda en él. De este modo, prefería no incurrir en palabras que pudieran malinterpretarse, y menos en conflictos innecesarios.
En contraste, Rivas no perdía la oportunidad de atacar a la oposición, intentando demostrar poder y determinación. Sin embargo, Harrington, que observaba desde su lugar, se llevaba la mano a la frente con expresión preocupada. Parecía que no comprendía, o no quería entender, que la cortesía de los demás no era para él, sino para Karen, como un reconocimiento a su estado.
"¿Cómo puede haber un burro entre corceles?", murmuró Aníbal, buscando la atención de sus allegados.
Finalmente, llegó el turno de Karen para dar su discurso. Aunque largo, sus palabras fluyeron con claridad, delineando un futuro lleno de promesas para la nación. Habló sobre el crecimiento de la sociedad, la mejora en las tasas de delincuencia y hambre, y el impulso del sector agrícola. Su discurso también subrayó el avance de la infraestructura del CAF, que se expandía a lo largo de las siete repúblicas, marcando el progreso de la región día tras día.
Las palabras que pronunciaba eran siempre optimistas, llenas de esperanza para el porvenir, especialmente dirigidas a sus compañeros de partido y a los agentes del gobierno que trabajaban bajo su mandato. Les agradecía su esfuerzo y les rendía homenaje, destacando a los militares que, según ella, hacían posible este avance. "Valientes militares, héroes de nuestra historia", decía con vehemencia, llenando la sala con un fervor casi reverencial. Fausto, que la observaba desde su asiento, no compartía esas palabras, pero decidió guardarse su opinión para sí mismo, sabiendo que no era el momento ni el lugar para expresar sus desacuerdos.
"Hemos recorrido juntos un camino incierto, siendo aliados y opositores por igual. Caminamos por un terreno nuevo, llenos de sueños y esperanzas. Hemos construido una nación digna de respeto en las Siete Repúblicas. Creamos una unión que, aunque parecía frágil y tambaleante, se convirtió en una institución fuerte y digna para nuestro pueblo, para nuestros ciudadanos. Sin embargo, a pesar de que seguimos creciendo, debemos fortalecer las herramientas estatales para que cada ciudadano pueda sentirse seguro y confiar en nosotros. Acerquémonos al pueblo, y el pueblo se nos acercará. Hoy es el principio de una nación en esplendor, de obras que hablen de amor, no de dolor. Una república de iguales, sin egoísmo en el camino."
Karen concluyó su discurso con una frase que resonó en las paredes del Congreso, una frase que marcaría su legado y el de futuros gobernantes. "La Nación del Mañana, ya llegó", dijo con un brillo en sus ojos, como si presagiara un futuro lleno de oportunidades y conquistas. Las palabras quedaron flotando en el aire, como una promesa, un grito de esperanza para todos los presentes.
Los senadores oficialistas ovacionaron y los opositores concordaron en aplausos silenciosos.
Al finalizar las sesiones el congreso se levantó, los diarios y radios hablaron sobre la apertura del congreso, el discurso de la presidenta y los gestos especulativos de los presentes, el pueblo empezaba hablar más de lo que escuchaba y veían. Las preocupaciones sobre los infectados y los muros habían quedado definitivamente en el olvido para esa etapa.
Esa misma tarde, Karen emprendió su viaje hacia las montañas de la República Inca, una de las regiones más enigmáticas de las Siete Repúblicas. Conforme su medio de transporte ascendía por los antiguos caminos de piedra y tierra, la temperatura descendía, y el aire se volvía más delgado. A más de 5,100 metros sobre el nivel del mar, donde en tiempos antiguos solo había un paisaje árido y helado, ahora se extendía una ciudad rodeada por un bosque de una belleza majestuosa.
Los árboles, imponentes y de troncos gruesos, alcanzaban alturas de treinta a cincuenta metros. Su madera era tan dura y resistente que un hacha común se rompería antes de lograr un solo corte. Este bosque no solo era una anomalía geográfica, sino también un testimonio de los cambios extremos que el mundo había sufrido tras la guerra nuclear.
Pero lo más extraordinario de esa región no era solo su vegetación. Lo que realmente asombraba a los viajeros eran sus habitantes. Sus pieles tenían un tono azul intenso, y algunos presentaban orejas sutilmente puntiagudas. Se les conocía como los Azulados, y aunque se podían encontrar en distintos rincones de las Siete Repúblicas, era en estas montañas donde se creía que habían surgido. Cómo o por qué habían cambiado, nadie lo sabía con certeza.