Las sombras alargadas

Las sombras alargadas

Se despertó con los ojos enrojecidos y una enorme sensación de pesadez en la cabeza. Demasiado alcohol, demasiada coca…, demasiado viejo. Así es como le hacía sentir la joven que aún dormía a su lado. ¿Qué edad tendría? ¿Veinticuatro, veinticinco? Observó su piel tersa y suave, apenas cubierta en algunos puntos por elaborados tatuajes. No se le veía la cara, cubierta por una maraña de pelo de un color azabache, pero la recordaba guapa; no tanto como otras de antaño, pero sí lo suficiente.
—Despierta —le dijo, zarandeándole un muslo que notó firme—. Tengo que irme.
Se sentó al borde de la cama mientras ella daba las primeras señales de vida mediante movimientos perezosos y protestas ininteligibles. Apoyó los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, como si así fuera a dejar de dolerle. Después de realizar un segundo intento para que la chica se pusiera en pie alzó la mirada hacia el enmarcado póster que promocionaba la película que se había rodado como adaptación del más famoso y rentable de sus libros: La noche de los velos rojos, un thriller de alto contenido erótico, plagado de buenos personajes, que le encumbró en la lista de superventas, posición que llevaba tiempo intentando volver a alcanzar. Ninguno de sus dos trabajos posteriores lo había logrado, y el tercero, según las primeras críticas, no iba a mejorarlos. La presión le ahogaba. Ese primer libro le había procurado el dinero con el que pudo pagar el lujoso apartamento que ocupaba en el centro de la ciudad, y también, que no es poco, la fama que había llevado a esa chica a su cama. Sin duda había comprobado en sus propias carnes la tóxica veracidad del dicho que reza que lo verdaderamente complicado, una vez alcanzas el éxito, es mantenerse en la cúspide. Pero eso, se decía, no era culpa suya. El escritor repartía la responsabilidad del fracaso de sus posteriores trabajos entre la prensa, la editorial e incluso el público, deseoso, como lo está un drogadicto, de repetir el subidón de la primera dosis. Lo cierto, sin embargo, es que le aterraba la idea de que su estrella acabase por perder su brillo y nunca más volviera a iluminarse.
Por fin se puso en pie. Con paso lento rodeó la cama hacia el aseo adyacente al dormitorio, donde se dio una ducha pensando en que si esa como se llame no estaba despierta y vestida cuando acabara, la iba a sacar desnuda al rellano. Por suerte, al salir unos minutos después con una toalla amarrada a la cintura y el pelo húmedo, comprobó que la última depositaria de su lujuria ya no estaba en la cama. Fue hasta el salón y allí la encontró, sentada en el sillón y cubierta con la sábana, inclinada hacia adelante esnifando una raya de cocaína que había hecho —al parecer no había encontrado un lugar mejor— sobre la portada del libro que se acababa de publicar. Esa, pensó él, era la imagen de la decadencia; un puñetazo en el hígado a cargo de un destino con aire vacilón y puño de boxeador.
—Supongo que querrás que te lo dedique —dijo con marcada ironía el autor de la obra.
—Después de pasarte la noche rompiéndome el culo, digo yo que es lo menos que puedes hacer —respondió ella con aire desafiante y poco atractivo—. No imaginaba yo que tu libro era autobiográfico.
—¿Cuál de ellos? —preguntó él cruzándose de brazos.
—El bueno, ¿cuál va a ser? Y por cierto —añadió señalando la bolsita en la que se veían restos de polvo blanco—, eso me lo llevo.
El escritor aún tenía abierta la herida producida por la respuesta de la joven, poca paciencia y cada vez menos aguante para las resacas.
—Llévate la televisión, si quieres; pero vete de una puta vez de mi casa, joder.


Hacía horas que tenía que haber salido. El primer pago por haber incumplido la promesa que le hizo a su agente, según la cual se quedaría en casa y se acostaría pronto, era el endiablado tráfico en el que se veía envuelto. Arenas movedizas de las que es casi imposible escapar. Y hablando del diablo, el teléfono conectado al ordenador del Mercedes que conducía, también obtenido con los réditos propiciados por la adaptación al celuloide de su primer libro, empezó a sonar. Accedió a la llamada presionando un botón del volante.
—Ya en camino, supongo —dijo por todo saludo el hombre que, ya desde el inicio de su carrera literaria, se llevaba una jugosa comisión de sus beneficios.
Hombre con imaginación y pocos escrúpulos, el escritor añadió un centenar de kilómetros a la escasa distancia que había recorrido en realidad.
—No me vengas con esas. ¿Con quién te crees que estás hablando? Sé que ayer estuviste bebiendo con una morena que bien podría ser mi hija, hasta que cerraron los bares.
—Créeme —respondió a la acusación el escritor—, ni tus mejores genes podrían, en un millón de años de evolución, llegar a crear un cuerpo como ese.
—Bastardo con suerte… Espero que te haya comprado muchos libros, amigo, porque como no llegues a tiempo a la presentación y te crees mala fama vas a tener serios problemas para mantener tu estilo de vida.
Esa sensación mostrándose siempre entre las sombras.
—Tal vez la cosa habría ido mejor si mi agente me hubiese acompañado. ¿Recuerdas cuando me abrías las botellas de champán? Creía que me había salido un hermano siamés gordo y calvo.
Eso hizo al otro recular un poco.
—Lo sé, lo sé… Pero tenemos una escritora nueva que…
—¿La que escribe sobre magos con acné juvenil? ¡Por Dios!
—No te burles, cabronazo. La chica tiene talento, nos hace ganar dinero y tengo que cuidar de ella. Ya sabes cómo son estas cosas.
—Hijo de puta…
—¿Qué?
—Perdona, no era a ti. Un cabrón se ha cruzado sin poner el intermitente.
Todo eso era mentira.
—Ah. Bueno —decidió conformarse el otro.
—Y dime…, al señalar que esa nueva escritora tiene talento, ¿debo pensar que yo ya no lo tengo, o es solo que ella tiene más que yo? ¿Tú también piensas que sigo creando buenos personajes pero que no consigo que a los lectores les interesen las cosas que les suceden? He leído la crítica.
El hombre al otro lado del teléfono respondió tras unos incómodos segundos.
—No hagas caso de los críticos —dijo por fin—. Eso es de primero de «Mamá, quiero ser escritor». El gilipollas que escribió eso odia a todo el que dé muestras de tener un talento superior al suyo, lo que hace que en la práctica solo la gente con parálisis cerebral le resulte agradable.
—No pensábamos eso cuando hizo aquella crítica tan favorable de los velos rojos —así es como se refería él a su primer libro.
—¿Qué pasa? —replicó el otro—; te noto deprimido. ¿No se te ha levantado esta noche? No te preocupes, hombre, eso pasa con la edad. Yo tomo unas pastillitas que…
El escritor se apresuró en cortarle; no le interesaban los problemas de erección de su interlocutor.
—Bueno, vale —se resignó la voz al teléfono—. Oye, te tengo que dejar. Sabrás llegar, ¿no? Te mandé la ubicación al teléfono, junto con la reserva del hotel. Sé amable con los organizadores de la presentación, y gánate a los lectores. Y sobretodo, y esto es muy importante: mantente alejado de las mujeres que lleven anillo; ya no tienes edad para ser un enfant terrible, y esos escándalos dejan de ser rentables cuando no eres el niño mimado de la crítica. ¿Me oyes?
El escritor apretó los labios.
—Alto y claro.
Quedaron en volver a hablar tras la presentación y se despidieron después de que el agente le desease suerte.




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