El cielo estaba cubierto de nubes grises cuando John Carter cruzó el cartel oxidado que marcaba la entrada a Raven’s Bay. "Bienvenidos", decía, aunque la brisa húmeda y la niebla que se deslizaba por las colinas parecían sugerir lo contrario.
Aparcó su coche frente a la antigua pensión donde solía hospedarse cuando era joven, una construcción de piedra con postigos descoloridos y tejas agrietadas. Nada había cambiado, pensó. O tal vez sí. Tal vez era él quien ya no encajaba en ningún sitio.
La dueña, la señora Whitmore, le recibió con una sonrisa cansada y una mirada que decía más de lo que las palabras podrían expresar. Era una mujer menuda, de cabello blanco recogido en un moño apretado, y con unos ojos claros que parecían leer el alma.
—Vaya, Carter. Quién lo diría. Pensé que no volvería a ver su cara por aquí.
—Yo también lo pensé —dijo él, dejándose caer en la silla del vestíbulo mientras ella buscaba la llave—. Pero ya sabe... a veces uno necesita aire diferente para ordenar la cabeza.
Ella asintió, sin hacer más preguntas. Le entregó la llave de la habitación 3, en la planta alta, la misma de siempre.
El interior de la habitación olía a madera envejecida y a recuerdos que no querían ser revividos. Carter dejó su maleta sobre la cama, se quitó la chaqueta y se asomó por la ventana. Allí estaba la bahía, con su costa escarpada y su mar embravecido. La tormenta no había llegado, pero el aire la prometía.
Pasó la tarde caminando por la playa, dejando que el sonido de las olas amortiguara los pensamientos. En el pueblo, algunos rostros conocidos lo miraron con una mezcla de sorpresa y cautela. Nadie le habló. Nadie necesitaba hacerlo. Sabían quién era, y también lo que representaba.
Al regresar a la pensión, encontró el sobre bajo la puerta. Sin remitente. Sin señales. Solo su nombre: John Carter. Letras firmes, escritas con pulso seguro. Se agachó, lo tomó en la mano y se sentó al borde de la cama.
Lo abrió sin pensar demasiado. El papel era de textura áspera, escrito a mano con tinta negra.
"No fue un accidente. Vuelve al caso. Ella merece justicia".
La frase era sencilla, pero lo golpeó como un martillo. Carter sintió que el aire se volvía más denso, que el pasado se colaba por las rendijas de la ventana y se sentaba a su lado.
Hacía veinte años que Samantha Langley había desaparecido. Veinte años desde aquella noche de lluvia en la que una estudiante universitaria, brillante y carismática, había salido de la biblioteca y nunca más se la había vuelto a ver.
El caso había quedado archivado por falta de pruebas. Nadie fue arrestado. Nadie confesó. Y Carter... Carter nunca pudo cerrar esa herida.
Miró la carta una vez más. La letra no le resultaba familiar, pero había algo en ella. Algo personal. El uso del "ella" en vez de un nombre. El "merece justicia" en vez de un simple "investiga". No era una nota cualquiera. Era un reclamo.
Y en el fondo, sabía que no podía ignorarlo.
Se levantó, encendió la lámpara de la mesilla y sacó del fondo de su maleta una libreta vieja, gastada, con esquinas dobladas. Allí estaban sus notas del caso Langley. Nunca las había tirado. Nunca pudo hacerlo.
Las primeras páginas tenían fotos impresas, declaraciones, mapas, horarios. Pero también teorías. Tantas teorías...
Carter no había venido solo a descansar. No del todo. Quizá, inconscientemente, había vuelto a Raven’s Bay para buscar redención. Para cerrar el círculo.
Y ahora, la bahía se lo estaba exigiendo.
Editado: 05.06.2025