La lluvia tamborileaba contra el parabrisas mientras John Carter aparcaba frente a la vieja casa de ladrillos oscuros. Las ventanas, cubiertas por cortinas amarillentas, apenas dejaban entrever la penumbra interior. Era la segunda vez que pisaba ese porche, pero ahora lo hacía con una nueva determinación: entender quién era realmente Samantha Clarke… y qué había pasado con ella.
Golpeó la puerta con suavidad, y no pasó mucho tiempo antes de que un hombre mayor, de espalda encorvada y ojos hundidos por los años, abriera.
—Señor Clarke —dijo John, quitándose el sombrero con respeto.
—Detective Carter… Pase. Está empapado.
El interior olía a madera vieja y a té frío. En el salón, las paredes estaban cubiertas de fotografías familiares, la mayoría en blanco y negro, excepto una enmarcada sobre la chimenea: Samantha, con una sonrisa tímida, sentada en un banco frente al mar.
—Gracias por recibirme otra vez —dijo John, sentándose cuando se lo ofrecieron. Sé que remover el pasado no es fácil.
—El pasado no se va nunca, señor Carter. —Se queda aquí —respondió el anciano, señalándose el pecho. Uno solo aprende a no gritar cuando duele.
John sacó su libreta, pero la dejó cerrada sobre sus rodillas. Esta vez, no se trataba solo de anotar datos.
—Quería preguntarle… si recuerda algo más del día que su hija desapareció. Algo que tal vez en su momento pareció sin importancia.
Clarke suspiró. Sus manos temblaban levemente mientras servía una taza de té para ambos.
—Lo recuerdo todo. Aunque quisiera olvidarlo.
Hubo un breve silencio, interrumpido solo por el tictac del reloj de péndulo.
—Ese día… ¿Samantha vestía algo en particular?
El anciano alzó la mirada, con un leve fruncir de ceño. Luego, se apoyó hacia atrás, como si retrocediera veinte años en su mente.
—Sí. Llevaba su bufanda roja. Una de lana gruesa. Se la regalé yo por Navidad. Ella decía que era su amuleto contra el frío y los malos días. Siempre la llevaba.
John se incorporó levemente.
—¿Se encontró esa bufanda cuando hallaron el cuerpo?
El padre negó lentamente con la cabeza.
—Nunca apareció. Ni entre sus cosas. Ni en el campus. Ni con… —Su voz se quebró. Ni con sus restos.
Carter frunció el ceño. Aquello era importante. En los archivos no se mencionaba ninguna prenda faltante.
—¿Lo informó a la policía?
—Sí. Me dijeron que era probable que se la hubiera quitado antes. Pero yo sé que la llevaba. Lo sé porque cuando salió por la puerta esa mañana… la vi anudada a su cuello.
John tomó nota mental. Esa bufanda no desapareció por casualidad. Alguien se la llevó. Y si alguien se llevó un objeto tan personal, quizás era más que un asesino. Quizás era alguien que la conocía.
—¿Alguien más sabía lo especial que era esa bufanda?
El anciano pensó un momento, luego asintió.
—Su madre, por supuesto. Y… un chico con el que salía. Un tal Mark. Pero lo dejaron antes de que pasara todo. No sé mucho más.
John asintió. Mark. El exnovio. Otro nombre que se repetía.
—Señor Clarke, ¿puedo preguntarle una última cosa?
—Claro.
—¿Cree que alguien cercano a su hija pudo haberle hecho daño?
El anciano apretó la taza con ambas manos, y su mirada se perdió en la foto sobre la chimenea.
—No lo sé, señor Carter. Pero Raven’s Bay es un lugar pequeño. Y en los pueblos… Los secretos se entierran tan hondo como los cuerpos.
Salió de la casa con la bufanda rondándole la mente. Una prenda perdida podía parecer un detalle menor, pero para John, era el tipo de pieza que, bien colocada, podía cambiar todo el rompecabezas.
La lluvia había cesado, dejando en el aire esa humedad salada y densa tan característica de la costa. El faro de Raven’s Bay, solitario en lo alto del acantilado, asomaba en la distancia, firme como un centinela de otro tiempo.
John condujo por el camino serpenteante, hasta que el terreno se volvió demasiado irregular. Terminó el trayecto a pie, con el viento golpeándole la cara y la gabardina ondeando a su espalda.
La figura de una mujer lo esperaba ya junto a la barandilla oxidada del mirador, con los brazos cruzados y la vista clavada en el mar grisáceo.
—¿Clara Benett? —preguntó al acercarse.
Ella se giró con un movimiento lento. Treinta y tantos, cabello castaño recogido en un moño improvisado, ojeras marcadas y una expresión que mezclaba desafío y cansancio.
—Supongo que quiere saber cosas de Sam —dijo sin rodeos.
—Sí —respondió John. Usted era su amiga más cercana.
—Lo fui. Pero después de su muerte, todos actuaron como si yo hubiera desaparecido con ella. Como si querer justicia fuera molestar demasiado.
John observó sus gestos. Sus manos no paraban de moverse: frotarse los brazos, acomodar el pelo, acariciar la baranda. No era nerviosismo cualquiera. Era memoria viva.
—¿Recuerda cómo estaba Samantha en los días antes de desaparecer?
Clara soltó una risa amarga.
—Claro. Estaba asustada.
Eso hizo que John se tensara.
—¿Por qué?
—Me dijo que alguien la seguía. Que veía a la misma persona cerca del campus, en la biblioteca, incluso frente a su casa. Creí que era paranoia. No me insistió mucho, y cuando le pregunté quién, se limitó a decir: “Alguien que no debería estar aquí”.
John sintió cómo una corriente le recorría la espalda. Esa frase podía significar muchas cosas. Pero todas le daban vueltas a un mismo concepto: alguien del entorno.
—¿Lo denunció?
—No. Samantha era orgullosa. Y desconfiada.
—¿Sospechaba de alguien?
Clara bajó la vista, dudando.
—Una vez mencionó a su ex, Mark, pero nunca directamente. Dijo que era posesivo. Que no había aceptado bien la ruptura. Aunque también me habló de un profesor. Uno de los nuevos en el campus por aquel entonces. Muy atento, demasiado, según ella.
John tomó nota mental de eso. Dos nombres más a considerar. Y, más importante aún, dos posibles razones para que alguien quisiera silenciarla.
Editado: 09.06.2025