El hallazgo del cuerpo de Helena Morris había corrido como pólvora por Raven’s Bay. En cada esquina, en cada cafetería, la noticia se repetía con un matiz distinto:
—Dicen que estaba enterrada cerca del viejo camino…
—No, no… la encontraron en la cala.
—Apuesto a que fue ese profesor raro…
John Carter escuchaba los murmullos mientras caminaba por la calle principal. No le sorprendía que el pueblo se lanzara a especular; lo que sí le inquietaba era el silencio de quienes realmente podrían saber algo. El inspector le había dejado claro que la policía local quería manejar el caso “con cautela”, lo que, traducido, significaba que no querían que un forastero removiera demasiado.
En la cafetería del puerto, Carter encontró a Steven, sentado solo, mirando el mar con las manos alrededor de una taza de café. La bruma que entraba por la puerta abierta le daba un aire casi espectral. Al verle, levantó la vista y sonrió con cierta timidez.
—Carter… me alegra verte. Quería hablar contigo.
John se sentó enfrente, esperando que él continuara.
—Sé que estás intentando averiguar qué pasó con Helena y… creo que puedo ayudarte.
Carter arqueó una ceja.
—¿Por qué querrías hacerlo?
Steven bajó la voz y se inclinó hacia él.
—Porque yo también recibí una carta. Anónima. Igual que la que mencionaste el otro día.
Sacó del bolsillo un sobre arrugado. Dentro, una hoja con unas pocas palabras escritas a máquina:
Ella no fue la única.
—La recibí hace dos semanas —dijo Steven, con un leve temblor en la voz—. No entendía a qué se refería… hasta que apareció el cuerpo.
Carter examinó la nota. El tipo de papel, el corte irregular de las esquinas, incluso el olor a humedad… coincidían con la carta que había visto antes.
—¿Se lo contaste a la policía? —preguntó Carter sin apartar la vista del papel.
—No. No quiero que piensen que busco protagonismo… Pero si trabajamos juntos, tal vez podamos descubrir qué está pasando.
Carter no respondió de inmediato. Algo en la mirada de Steven le decía que no estaba contando todo, pero si había una oportunidad de sacar más información, la tomaría.
Pasaron el resto de la tarde repasando nombres y lugares que podrían visitar. Carter decidió que no se centraría solo en la universidad; había demasiados huecos en la historia de Helena antes de desaparecer.
En su libreta, anotó tres visitas clave:
1. Antiguos vecinos de Helena.
2. Un excompañero del profesor Ellwood.
3. El faro, donde había quedado en verse con Clara, amiga de Samantha.
La noche cayó rápido sobre Raven’s Bay. Cuando Carter salió de la cafetería, las calles estaban casi vacías. La luz anaranjada de las farolas apenas lograba atravesar la niebla que se colaba desde el puerto. A lo lejos, el faro parpadeaba sobre las olas negras, marcando un compás inquietante en la oscuridad.
Fue entonces cuando lo notó: pasos detrás de él, acompasados a los suyos.
Aceleró el paso. Los pasos también.
Giró una esquina y, de pronto, el sonido cesó. Carter se detuvo, escuchando. Ni el viento ni el murmullo del mar podían disimular el silencio denso que lo envolvía.
No había nadie… o al menos, nadie a la vista.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Sintió, más que vio, que desde algún lugar de la oscuridad unos ojos lo observaban, calculando cada movimiento.
Continuó andando, pero con cada paso la sensación crecía. No era paranoia. En Raven’s Bay, alguien no solo conocía sus pasos… también sus secretos.
Cuando llegó a la puerta de su casa, algo le hizo detenerse. Sobre el felpudo había un sobre blanco, sin remitente, con su nombre escrito en tinta negra.
Lo abrió con cuidado. Dentro había una sola fotografía: el faro, captado desde la playa… y una silueta humana en la distancia.
En el reverso, solo una frase:
–No vayas mañana.
John Carter salió de la comisaría con el peso de las declaraciones del sheriff aún frescas en la mente. El viento de Raven’s Bay soplaba con un susurro frío, arrastrando el olor a sal y algas. La calle principal estaba casi desierta, salvo por un anciano pescador sentado junto a la puerta de una vieja tienda de aparejos. Su piel curtida y sus manos llenas de nudos de trabajo hablaban de toda una vida frente al mar.
—Bonito día para pasear —comentó el hombre, sin apartar la vista del mar embravecido.
Carter se detuvo. —Supongo que sí. ¿Conocía a Helena Morris?
El pescador giró apenas la cabeza; sus ojos grises brillaron un instante. —En un pueblo pequeño como este, todos nos conocemos... unos más que otros.
Carter percibió el matiz, pero no insistió de inmediato. —He oído que era amiga de mucha gente.
—Amiga... —repitió el hombre con una sonrisa amarga—. Esa palabra aquí tiene demasiados significados.
El detective retirado notó cómo el anciano evitaba mirarlo directamente, como si sus palabras pudieran atraer miradas indeseadas.
—¿Y usted? —preguntó Carter con suavidad—. ¿Le caía bien?
El pescador entrecerró los ojos. —Le diré algo, forastero... Helena sabía cosas. Y en un sitio como este, saber demasiado puede ser peligroso.
Antes de que Carter pudiera pedirle que se explicara, el anciano se levantó, tomó su cubo y desapareció calle abajo, arrastrando el eco de sus pasos.
Mientras avanzaba por el muelle, Carter repasó mentalmente cada detalle. El sheriff, la carta, ahora este comentario. Todo parecía fragmentos de un mismo rompecabezas. No estaba seguro de si debía confiar en las primeras impresiones. En su experiencia, las personas más cordiales podían ocultar los secretos más oscuros.
El sonido de una campana lo sacó de sus pensamientos. Giró la vista hacia el faro, que se alzaba recortado contra el cielo gris. Tenía la sensación de que ese lugar, de alguna manera, formaba parte de la historia. Y estaba decidido a descubrir cómo.
Editado: 16.09.2025