El hospital de Raven’s Bay se alzaba sobre una colina, un edificio antiguo de piedra gris que parecía más un sanatorio abandonado que un centro de salud en funcionamiento. Carter lo observó desde el aparcamiento, con las manos en los bolsillos del abrigo. Las ventanas altas y las persianas medio bajadas daban al lugar un aire de secreto.
Steven lo esperaba junto a la entrada, sosteniendo dos cafés.
—No sé si te dejarán revisar archivos de hace veinte años —comentó con una sonrisa—. Pero al menos tendrás energía para insistir.
Carter aceptó el vaso y respondió con tono seco:
—Siempre hay alguien dispuesto a hablar. Solo hay que encontrar la grieta adecuada.
El interior del hospital olía a desinfectante y humedad. En la recepción, una enfermera de mediana edad los atendió con cortesía mecánica. Carter explicó que estaba investigando antiguos casos relacionados con el profesor Marcus Ellwood, y que necesitaba acceder a los registros médicos de su esposa, Margaret Ellwood.
La mujer arrugó la frente. —Eso es información confidencial.
—Murió hace más de veinte años —dijo Carter, mostrándole su antigua acreditación policial—. No se trata de un paciente, sino de una posible irregularidad en el acta de defunción.
La enfermera dudó, luego suspiró. —Espere aquí. Veré qué puedo hacer.
Mientras ella se alejaba, Steven se inclinó hacia Carter.
—No esperaba menos de ti. Hasta los archivos te obedecen.
—Solo cuando huelen problemas —replicó el detective, sin apartar la vista del pasillo.
Unos minutos después, la enfermera regresó con una carpeta polvorienta y una expresión de incomodidad.
—No sé si esto le servirá. Son copias antiguas. El expediente original se perdió cuando renovamos el archivo.
Carter abrió la carpeta sobre el mostrador. Las hojas amarillentas crujieron bajo sus dedos. El informe indicaba que Margaret había fallecido por una insuficiencia cardíaca durante el sueño. Sin embargo, algo llamó su atención: los análisis previos mostraban niveles de medicación inconsistentes, dosis duplicadas en algunos días y ausentes en otros.
—¿Quién controlaba su tratamiento? —preguntó.
La enfermera revisó las notas. —Aquí figura el nombre del doctor Murray Davenport. Se retiró hace años. Vive cerca de la costa, en la casa blanca del acantilado.
Carter cerró la carpeta con cuidado. —Gracias.
Cuando salieron del hospital, Steven se mantenía en silencio. Solo cuando llegaron al coche habló:
—¿De verdad crees que Marcus mató a su esposa?
Carter encendió un cigarrillo y exhaló el humo lentamente. —No lo sé. Pero alguien alteró esos informes.
—Podría haber sido un error administrativo —insistió Steven, demasiado rápido.
—O una mano que no quería dejar huellas —respondió Carter, mirándolo de soslayo.
El trayecto hacia la costa fue breve. La carretera serpenteaba entre los pinos, y la neblina comenzaba a descender como un velo sobre el paisaje. La casa blanca del doctor Davenport apareció de pronto, al borde del acantilado, castigada por el viento marino.
El anciano médico los recibió con un bastón en la mano y una expresión cansada. Su mirada se detuvo en Steven con cierta incomodidad.
—Recuerdo a tu tío, muchacho. Un hombre brillante, pero atormentado.
—Y a su esposa —añadió Carter—. Nos gustaría saber más sobre su enfermedad.
El doctor los condujo hasta un salón pequeño, donde el fuego crepitaba en la chimenea.
—Margaret padecía una dolencia cardíaca leve —explicó—. No era mortal. Con el tratamiento adecuado, podría haber vivido muchos años. Pero de repente, su condición empeoró. Fue todo muy rápido.
—¿Le pareció extraño? —preguntó Carter.
—En aquel momento, no. Marcus era convincente. Dijo que ella había dejado de comer, que apenas dormía. Pero tiempo después, comencé a dudar.
Steven cruzó los brazos. —¿Dudar de qué, exactamente?
El médico clavó sus ojos en él. —De que su muerte fuera natural.
Un silencio pesado cayó sobre la sala. Carter observó al anciano, luego a Steven. El joven mantenía el rostro impasible, pero su pulgar se movía nervioso sobre el bastón que sostenía el médico.
—¿Conserva los informes originales? —preguntó Carter.
—No —respondió el doctor—. Alguien vino a pedírmelos poco después del funeral. Dijo que Marcus lo había solicitado. Pero cuando lo vi de nuevo, él negó haber enviado a nadie.
—¿Recuerda quién era esa persona? —insistió Carter.
—Un hombre joven, de unos veinte años. No era de aquí. No me dio su nombre.
Carter sintió cómo la tensión se apoderaba del ambiente. No necesitaba mirar a Steven para saber que cada palabra lo hacía más rígido.
El doctor los despidió con cortesía, pero su advertencia quedó suspendida en el aire:
—A veces, la verdad no necesita ser descubierta. Solo espera el momento justo para cobrarse lo que se le debe.
De regreso al coche, Carter abrió la libreta y escribió con letra firme:
> Muerte de Margaret Ellwood: irregularidades médicas.
Expediente perdido.
Doctor manipulado.
Visitante desconocido.
Cerró el cuaderno.
Steven observaba el mar en silencio, la mirada perdida. Cuando Carter arrancó el motor, el joven murmuró apenas:
—Mi tío no era un asesino.
Carter no respondió.
Solo el sonido del viento llenó el coche mientras la niebla volvía a engullir el camino.
Editado: 27.11.2025